Por aquellos
tiempos no eran muchos los que se atrevían a marchar a las desconocidas e
inexploradas tierras, donde quizá, podías volver con oro o plata, y quizá, lo
más fácil, morir en el intento. Entre los que se atrevieron se encontraba
Francisco Pizarro, que dirigió varias partidas de exploración a Perú y llegó a
vencer, junto a otros 200 españoles, a un ejército de casi 40.000 incas.
Pizarro fue hijo bastardo, criador de cerdos y sin cultura. Nació en Trujillo
(Cáceres) Aunque hoy en día todavía no se conoce la fecha exacta en la que
nació se ha establecido la posibilidad de que fuera entre 1476 y 1478. Fue hijo
bastardo de don Gonzalo Pizarro (héroe de guerra que luchó a las órdenes de
Gonzalo Fernández de Córdoba, el “Gran Capitán”) y Francisca González. Su padre
lo puso a cuidar gorrinos siendo pequeño. Le culparon de una enfermedad
infecciosa y por temor huyó a Sevilla con 15 años. Desde allí iniciaría su vida
militar, pues decidió embarcarse rumbo a Italia para luchar en los Tercios.
Luego viajó a América, en la expedición de Ovando, gobernador de “La Española”
como muchos, seducido por las aventuras y la posibilidad de ganar dinero. Tras
su llegada participó como soldado en varias expediciones sabiendo de antemano
que, debido a que era un hijo bastardo, le sería muy difícil ascender. Su
andanzas por aquellos parajes los inició con 24 años. Un golpe de suerte era lo
que necesitaba. Alonso de Ojeda, el capitán, con la intención de tomar el golfo
de Urabá (cerca de Panamá) realizaba una expedición en la que iba Pizarro. Los
nativos no se dejaban conquistar. Luchaban con flechas envenenadas, asediaron
el emplazamiento español levantado en el territorio: el fuerte de San
Sebastián. Lo que parecía fácil se estropeó. Tras combates los españoles
perdieron muchos hombres, y Ojeda recibió un disparo. Pizarro, recibió su
primer mando. Realmente era su mejor soldado. No dudó en dejarlo al mando ascendiéndolo
a capitán y nombrándolo jefe de la expedición en su ausencia.
Ojeda ordenó
a Pizarro resistir durante 50 días en el fuerte con los escasos soldados de los
que disponía. No lo dudó y se aprestó a defender el lugar durante 50 días que
le habían dado. Claro que nadie fue a ayudarles. Se las ventilaron malamente, y
pasado el tiempo necesario, se habían comido hasta sus caballos, fueron
muriendo, cosa que Pizarro había calculado porque en lo bergantines no cabían
todos, con lo cual destruyeron el fortín y se amontonaron en los dos
bergantines y se fueron a San Sebastián de Urabá en Nueva Andalucía, que
después sería Cartagena de Indias. Pronto llegó a convertirse en alcalde de
Panamá, un territorio que se convirtió en la punta de lanza para la conquista
española de Perú. Decidió asociarse con otros dos buscadores de aventuras y
poner rumbo hacia Perú. Las promesas de riqueza cautivaron así al conquistador
español, que organizó en 1524 una primera expedición formada por dos
desvencijados barcos, 110 hombres, 4 caballos, incluso un perro de guerra. No
obstante, y a pesar del dinero invertido, esta primera aventura no tuvo
demasiado éxito. A pesar de todo, no se dio por vencido, y tan sólo dos años
después planeó un nuevo viaje en el que, partió de nuevo en busca de Perú, pero
las dificultades llegaron en la jungla, donde los soldados, hambrientos,
sedientos y carcomidos por las enfermedades, tuvieron que hacer frente a los
indígenas. Muchos hombres, casados de luchar, de promesas y dificultades
estaban muy desalentados. Pizarro intenta convencer a sus hombres para que
sigan adelante, sin embargo, la mayoría de sus huestes quieren desertar y
regresar. Allí se produce la acción extrema de Pizarro de trazar una raya en el
suelo de la isla obligando a decidir a sus hombres entre seguir o no en la
expedición descubridora. Tan solo cruzaron la línea trece hombres: los
"Trece de la Fama", o los "Trece caballeros de la isla del
Gallo".
El de
Trujillo no se dejó ganar por la pasión y, desenvainando su espada, avanzó con
ella desnuda hasta sus hombres. Se detuvo frente a ellos, los miró a todos y
evitándose una arenga larga se limitó a decir, al tiempo que, según posteriores
testimonios, trazaba con el arma una raya sobre la arena: “Por este lado se va
a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere
buen castellano lo que más bien le estuviere”.
Un silencio de muerte rubricó las palabras del héroe, pero pasados los
primeros instantes de la duda, se sintió crujir la arena húmeda bajo los
borceguíes y las alpargatas de los valientes, que en número de trece, pasaron
la raya. Pizarro, cuando los vio cruzar la línea, no poco se alegró, dando
gracias a Dios por ello. Sus nombres han quedado en la Historia de la Conquista
que los conoce bajo el nombre de los “Trece de la Fama” Tuvieron suerte y
consiguieron el objetivo. Solicitaron un año más de permiso para la conquista
peruana. Concedida la licencia navegaron hasta Guayaquil y desembarcaron en la
bahía de Tumbes, la primera ciudad de los Incas, donde fueron bien recibidos y
agasajados. Quedaron los españoles maravillados. Pasado ya sobrado el tiempo
permitido, regresaron a Panamá. Las riquezas que Pizarro y Almagro habían visto
los animaron a buscar ayuda para volver. Pero no se les permitió y se les envió
a España. Cuando llegaron a Sevilla Pizarro fue encarcelado por deudas. Enterado
Carlos I de sus hazañas lo puso en libertad y le concedió hidalguía y nombró
gobernador de las tierras a conquistar. La reina firmó las capitulaciones de
Nueva Castilla que fue como se llamó al Perú. Apenas dos años más tarde llevaba
más de 180 hombres y una buena treintena de caballos a los combates contra los
indios, porque el objetivo ya no era explorar Perú, sino más bien conquistarlo
militarmente. El 15 de noviembre de 1532 Pizarro entró con sus tropas en la
ciudad de Cuzco, que se encontraba prácticamente desierta. Buscaba un encuentro
decisivo con el soberano inca Atahualpa, quien preparaba su entrada triunfal en
Cuzco tras haber resultado vencedor de la cruenta guerra de sucesión que le
había enfrentado a su hermano Huáscar. De hecho, planearon invadir a la
civilización Inca. Le llegaron informes de que Atahualpa se había puesto al
mando de un contingente formado por miles de incas en el norte.
ATAHUALPA
Pizarro
decidió que partiría con sus soldados al encuentro del inca. Dio un discurso a
los soldados y esperaba que todos dieran “muestras de coraje como tenían
costumbre como buenos españoles que eran”. El contingente español formó
decidido a avanzar hacia la ciudad de Cajamarca (ubicada en la sierra norte de
Perú), al encuentro del poderoso líder inca. Desconocían si este combatiría o
no, y confiaban en sus cañones, en sus fieles arcabuces, cuyo estruendo
asustaba a los indios y en sus caballos, que los nativos creían infernales y
ante los que huían aterrados.
El 15 de
noviembre de 1532, vio por fin la entrada de Cajamarca, una bella ciudad pétrea
a 2.700 metros de altura. Los españoles se quedaron mudos por el gran espanto
que sintieron al ver la extensión del campamento enemigo. En él habría unas 40
o 50.000 personas, más de la mitad guerreros, según fuentes.
Curiosamente,
pronto llegó al encuentro de Pizarro un emisario inca para informar a los
españoles de que su jefe, Atahualpa, se encontraba acuartelado junto a sus
hombres en un complejo cercano. No había más que hablar: Pizarro encomendó a su
hermano dirigirse al lugar y entrevistarse con el líder suramericano. Pizarro
pensó que Atahualpa podía atacar esa noche, así que tomó la iniciativa.
Invitaría al Inca a cenar con él, y en ese momento lo apresaría. Tras
seleccionar a una pequeñísima escolta, Hernando se presentó ante Atahualpa.
Altivo, el líder Inca no se dirigió en ningún momento de forma directa al
representante español. Atahualpa tenía su propia estrategia él iría ante los
españoles aparentemente sin mala intención, pero muy decidido a tomarles por
sorpresa, a matarlos junto a sus monturas, y a reducir a la esclavitud a
quienes se salvaran. Pizarro estableció que el rapto de Atahualpa se llevaría a
cabo en el centro de la plaza. Todos se encomendaron a Dios, pues sabían que su
única forma de sobrevivir en aquella ciudad era capturar al inca, de lo
contrario, serían aplastados por el inmenso ejército enemigo. Atahualpa llegó
al campamento casi al anochecer, se destacaban en sus filas miles y miles de
combatientes ansiosos de acabar con los españoles conquistadores. Todavía en
aparente paz, el sacerdote de la compañía fue el primero en dirigirse, con su
traductor, a Atahualpa. Como estaba planeado, el religioso se acercó al rey
inca para pedirle que se convirtiera al cristianismo y aceptara la palabra de Dios.
Le entregó una Biblia al poderoso líder, base de la cristiandad. Atahualpa, no
consiguió ni tan siquiera abrirlo. De hecho, al poco de tratar de averiguar
cómo funcionaba aquel extraño artilugio, lo lanzó contra el suelo con odio para
después acusar a los españoles de haber robado y saqueado sus ciudades.
Pizarro, armado con su espada, se abalanzó entonces sobre Atahualpa. En ese
momento, los casi cincuenta jinetes españoles se lanzaron sobre los soldados.
Casi en trance, la escasa tropa atravesó y despedazó con sus espadas a la
guardia personal del inca, que, finalmente, fue capturado. Media hora después
la plaza era un caos. La mayoría de las tropas enemigas habían huido de la
ciudad con pavor. Por otro lado, casi tres mil cuerpos, una inmensa parte de
los soldados de Atahualpa, salpicaban el suelo. Había sido una masacre, y había
sido perpetrada por tan sólo dos centenares de españoles que habían puesto en
fuga a un ejército de unos 40.000 hombres.
ALAMEDA DE LOS INCAS - CAJAMARCA
Atahualpa fue confinado en una sala
de Cajamarca con sus tres esposas y se le dejaba seguir conduciendo sus asuntos
de gobierno. Le enseñaron el idioma español y a leer y a escribir. De esta
forma, fue posible comunicarse con el rey inca, que le informaba de sitios
donde había oro. Atahualpa prometió una fortuna por su rescate y envió
emisarios a fin de reunir el tesoro prometido. Atahualpa ofreció a Pizarro su
hermana favorita en matrimonio, Quispe Sisa, hija del emperador inca Huayna
Cápac. Pizarro mantuvo una estrecha alianza con la nobleza del Cuzco, partidaria
de Huáscar, lo que le permitió completar la conquista del Perú. Tras nombrar
Inca a un hermano de Atahualpa, Túpac Hualpa, marchó al Cuzco, capital del
Imperio inca, que ocupó en noviembre de 1533. Su hermano Juan fue nombrado
regidor de la ciudad. Todo marchaba bastante bien. Atahualpa propuso a Pizarro
llenar la habitación donde se encontraba preso, el conocido Cuarto del Rescate,
dos veces, una con oro y otra con plata a cambio de su libertad, lo que Pizarro
aceptó. Los súbditos trajeron oro en llamas durante tres meses hacia Cajamarca
de todas las partes del reino para salvar su vida. Finalmente lograron reunirse
84 toneladas de oro y 164 de plata. Cuando lo condujeron a Cajamarca, Atahualpa
mandó matar a Huáscar, su hermano de padre, para que no le sustituyeran por él.
Esto dividió a los pueblos que configuraban el Imperio Inca. Los de Cuzco,
partidarios de Huáscar pidieron venganza a Pizarro. Éste decidió procesar a
Atahualpa. Entre tanto llegó en abril de 1533 Almagro con 150 hombres y un mes
más tarde los españoles se hicieron con el tesoro del Templo del Sol que
juzgaron suficiente como pago por el rescate. A insistencia de los indios no se
dejó en libertad al inca y algunos de sus capitanes exigían la muerte del rey
Atahualpa. A pesar de haber recibido el rescate más alto de la historia, lo
mandó ajusticiar la noche del 26 de julio de 1533 por los delitos de
sublevación, poligamia, adoración de falsos ídolos y por haber ordenado
ejecutar a Huáscar. Además, se creía que había mandado un ejército para luchar
contra los españoles desde el sur hacia el norte comandado por el general
Calcuchimac. Se le ofreció ser quemado vivo o convertirse al cristianismo y ser
estrangulado y eligió el estrangulamiento. Fue bautizado con el nombre de
Francisco y estrangulado en el poste. Esa noche miles de súbditos de Atahualpa
se suicidaron para seguir a su señor al otro mundo. El 18 de enero de 1535,
Pizarro fundó en la costa la Ciudad de los Reyes, pronto conocida como Lima, y
Trujillo, con lo que se inició la colonización efectiva de los territorios
conquistados. Mientras tanto, su hermano Hernando, que había partido a España
para entregar el Quinto del Rey a la corona, (quinta parte de los beneficios) regresó portando el título de marqués para su
hermano Francisco, y el de adelantado para Almagro, al cual se le habían
concedido 200 leguas al sur del territorio atribuido a Pizarro. Almagro,
considerando que el Cuzco estaba dentro de su jurisdicción destituyó a Juan
Pizarro y lo encarceló junto a su hermano Gonzalo. Francisco acudió desde Lima
y firmó un acuerdo con Almagro en Cuzco, tras lo cual Almagro partió para Chile
acordando esto con Pizarro. Esto hizo que las guarniciones quechuas quedaban
indefensas por lo que Manco Capac conspiraba para sublevarse junto con los
indios de Cuzco. Reunió un ejército y cercó la ciudad y otras facciones
hicieron lo mismo con Lima. Ésta fue salvada por Pizarro y también gracias a la
ayuda que llegó desde Panamá. A la vuelta de su infructuosa expedición, Almagro
trata de ocupar de nuevo el Cuzco, el cual, defendido por su regidor Hernando
Pizarro, estaba resistiendo un largo cerco por parte de los incas sublevados al
mando de Manco Inca, que había conseguido huir de los españoles. Tras la
llegada de Almagro al Cuzco, Manco Inca levantó el cerco, lo que aprovechó
Almagro para encarcelar a Hernando y Gonzalo Pizarro. Tras derrotar al
lugarteniente de Pizarro, Alonso de Alvarado, en la Rota de Abanday, llega a un
nuevo acuerdo con Pizarro en Mala (1537), por el que Hernando es puesto en
libertad. La paz fue corta y ambos bandos vuelven a enfrentarse en la batalla
de las Salinas (1538), cerca de Cuzco. Los almagristas son derrotados y Diego
de Almagro procesado, condenado a muerte y ejecutado. Tras la muerte de
Almagro, Pizarro se dedicó a consolidar la colonia y a fomentar las actividades
colonizadoras, envía a su hermano Gonzalo a Quito y a Pedro de Valdivia a
Chile. Después de semejantes proezas, otro más al que se le dio vuelta la
tortilla como a Cortés.
ATAHUALPA
El año 1541
se inició con siniestras murmuraciones y una evidente crispación generada por
los partidarios de Almagro que vivían en Lima en la mayor pobreza. Se decía que
ellos habían proclamado al hijo mestizo de Diego de Almagro, quien tenía el
mismo nombre que su padre y el apelativo El Mozo, como su jefe, y que compraban
armas, haciendo los mayores sacrificios, con el propósito de dar muerte a
Francisco Pizarro. Pizarro desdeñó los rumores de la conspiración y lo único
que hizo fue procurar quedarse la mayor parte del tiempo en su casa. Llegó
finalmente el domingo 26 de junio de 1541 cuando un grupo de almagristas,
aproximadamente veinte o treinta, asaltó la morada de Pizarro a los gritos de
“¡Viva el Rey! ¡Mueran tiranos!”. Pizarro se hallaba conversando con un nutrido
grupo de personas, quienes al escuchar los gritos homicidas escaparon en la
mejor forma que pudieron.
Pizarro se
había puesto apresuradamente una cota y, según el cronista Pedro Cieza de León,
al tomar su espada dijo: “Vení, acá, vos, mi buena espada, compañera de mis
trabajos”. Y salió con ella a batirse con denuedo indesmayable. Pizarro se
defendió con brío juvenil mientras apostrofaba de traidores y felones a los
almagristas. Viendo que la lucha se prolongaba, los asesinos empujaron a Diego
de Narváez que fue atravesado por la espada de Pizarro. Aprovechando ese
instante Martín de Bilbao le dio una estocada en la garganta. Luego se echaron
todos sobre él y le dieron estocadas y puñaladas hasta que cayó al suelo,
clamando: “¡Confesión!”. Entonces Juan Rodríguez Barragán, antiguo criado suyo
y hombre de viles pasiones, tomó una alcarraza llena de agua y se la quebrantó
en la cabeza diciéndole: “¡Al infierno! ¡Al infierno os iréis a confesar!”.
Finalmente el
golpe mortal, no ya de un indio, ni una enfermedad, sino una estocada de una
espada española, hizo que cayera muerto en Lima, la ciudad que había fundado
años antes Y así rindió la vida el gran capitán, heroicamente como había
vivido, “sin desmayo alguno en el corazón, y nombrando a Cristo como buen
español”.
Dadas las
circunstancias, el entierro de Pizarro tuvo que hacerse de noche y a escondidas
para evitar que se profanara el cadáver. El 26 de junio de 1891, al
conmemorarse el 350 aniversario de la muerte de Francisco Pizarro, tuvo lugar
en la Catedral de Lima una solemne ceremonia en la cual el Cabildo Eclesiástico
entregó al Concejo Provincial de la capital del Perú los restos del capitán
extremeño para que reposaran definitivamente en la capilla de los Reyes Magos
de la Iglesia Metropolitana limeña.
Sus huesos,
que descansan en la Catedral de Lima fueron estudiados por el antropólogo
forense E. Greenwich en 2007, quien llegó a la conclusión de que Pizarro murió
con al menos 20 heridas de espada. Greenwich afirma que por las evidencias “Pizarro
se defendió bravamente” por lo que, recibió una estocada que indica que le
vaciaron el ojo izquierdo y otro corte recto en el pómulo derecho. También le
cercenaron de tajo parte del hueso de un codo. También existen varios cortes en
el tórax, y otras zonas.
Lo que
asesinaron fue a un valiente, un hombre que nunca morirá en el recuerdo de
todos aquellos que estamos en deuda por la grandeza de sus proezas.