sábado, 12 de abril de 2025

EL PRINCIPE NEGRO EN CASTILLA

Eduardo de Woodstock nació el 15 de junio del 1330 en Woodstock cerca de Oxford, siendo el hijo mayor de Eduardo III de Inglaterra y Felipa de Henao (1314-1369). El príncipe recibió su primera armadura con sólo siete años y de hecho, resultaría ser uno de los guerreros más grandes que jamás haya producido Inglaterra.


Con quince años fue armado caballero. Era el 12 de julio de 1345, él era el primogénito. Pasó a la historia con el apodo de “Príncipe Negro”, después de su muerte en referencia al color de su armadura. Lucho con su padre en la Guerra de los Cien Años, enfrentándose a Francia en los siglos XIV y XV. El trono de Francia recaía en Felipe VI de Valois. En realidad es que el rey inglés se negaba a rendir vasallaje al que era su señor natural. El Príncipe Negro usaba ropas con los distintivos de las casas reales de Francia y de Inglaterra. El yelmo lo adornaba con el león de la casa de los Plantagenet. Los cuarteles decorados sobre fondo azul a lado de los tres leopardos era una demostración pública de las pretensiones inglesas sobre el trono de Francia. Con su padre vencieron en la batalla de Crécy y con dieciséis años no pudo tener mejor bautismo de fuego. Al año siguiente conquistaron Calais, que fue donde se instituye la Orden de la Jarretera. Otra resonante victoria se saldó con la prisión del rey Francés Juan II y las operaciones militares terminaron en 1360. Durante la paz que siguió el tratado de Bretígny, el príncipe negro dirigió sus pasiones marciales, hacia Castilla, en España. 



Pedro I el cruel

En 1367 vino a Castilla a ayudar a Pedro I el cruel a luchar contra su hermanastro Enrique de Trastámara que se había coronado rey de Castilla. La reputación ambigua de Pedro está indicada por sus apodos contrastantes: "el cruel" y "el justo". Se había arreglado que Pedro se casara con Juana la hija de Eduardo III de Inglaterra, pero ella había muerto en el camino cuando viajaba por una zona afectada por la peste negra. Enrique II de Castilla, por su parte, contó con el apoyo de los franceses. Entonces, en efecto, España se convirtió en un escenario para que Inglaterra y Francia continuaran su rivalidad sin luchar en el territorio de ninguna de las partes.
Pedro pidió ayuda a Eduardo, príncipe de Gales y a cambio prometió entregarle el Señorío de Vizcaya, incluyendo la villa de Castro Urdiales. Al principio pareció que esta alianza funcionaba. El ejército castellano-francés de Enrique fue derrotado por fuerzas inglesas en la batalla de Nájera,(abril de 1367). Después de la batalla, Eduardo incluso logró capturar y vender por un rescate masivo a uno de sus rivales por el título del mejor caballero de todos los tiempos, Bertrand (Beltrán) du Guesclin, "el águila de Bretaña" (1320- 1380) Eduardo había permitido que Du Guesclin, diera el monto de su rescate, lo cual aceptó, eligiendo en vano la escandalosa cantidad de 100,000 francos. Pedro recuperó el trono castellano y el príncipe inglés pidió su recompensa. Pero entonces el rey Pedro le dijo que muy pronto todos los castillos y villas de Vizcaya le reconocerían como soberano pero en privado envió cartas a los caballeros de Vizcaya para que no reconocieran al inglés. La decisión quedó en manos de los linajes señoriales de Vizcaya. Si éstos hubiesen pensado que Vizcaya estaba oprimida por las armas por Castilla y no se hubiesen sentido castellanos tenían una oportunidad de oro para separarse de Castilla y de España para siempre. Pero hicieron todo lo contrario. Como indica el célebre historiador vizcaíno del siglo XIX Labayru, los caballeros vascos les dijeron claramente a los enviados ingleses que “Vizcaya nunca aceptaría como Señor a un príncipe extranjero”. El famoso cronista contemporáneo, el alavés Pedro López de Ayala afirma en su célebre “Crónica sobre este periodo de la historia de España: “el príncipe de Gales no ovo la tierra de Vizcaya por cuanto los naturales de la tierra sabían non placía al rey fuese aquella tierra del príncipe”. Es decir, los vizcaínos optaron por la lealtad a Castilla. Quedó bien clara de nuevo la hispanidad vasca y vizcaína.
Pedro demostró ser reacio o simplemente incapaz de pagarles a Eduardo y a su ejército, y el príncipe negro se llevó incluso su salud; probablemente malaria o tal vez un edema (hidropesía) que lo acosarían por el resto de su vida. Otra consecuencia desafortunada fue el descontento de sus súbditos en Aquitania que habían tenido que pagar fuertes impuestos para pagar toda la escapada. El príncipe negro recibió al menos un recuerdo de Pedro, la piedra que se conoce como el rubí del príncipe negro, en realidad se trata de una bala o espinela, pero considerada durante mucho tiempo un verdadero rubí. Esta piedra de forma irregular se colocó en varias coronas pertenecientes a las joyas de la corona británica y hoy ocupa un lugar de honor en el centro de la corona del estado imperial. Sin embargo, a pesar de las joyas y los rescates, Nájera fue a la vez una brillante victoria militar y un desastre financiero para el príncipe Eduardo. Para colmo los franceses tenían nuevo rey que había iniciado una campaña para expulsar a los ingleses de Francia. Sin embargo con tropas mercenarias logro defender las posiciones. Pero ya muy debilitado regresó a Inglaterra donde aseguró la sucesión a su hijo el futuro Ricardo II. Murió en junio de 1376, antes que su padre y después de ver como se derrumbaban sus conquistas.
La Orden de la Jarretera, según la leyenda proviene de una anécdota. En las fiestas realizadas por los sitiadores ingleses la princesa de Kent, futura esposa del Príncipe Negro, perdió una liga (jarretera), mientras bailaba con el monarca. El rey cogió la liga y se la colocó sobre su rodilla izquierda diciendo: “Honni soit qui mal y pense” (Mal haya quién piense mal).  La frase se convirtió en la divisa de la nueva orden que el rey tenía en mente crear y aún hoy se mantiene vigente. 


La corona británica distingue a algunos monarcas con la pertenecía a la Orden.  En España se concedió a Alfonso XIII y a Juan Carlos I y a Felipe VI. 

jueves, 10 de abril de 2025

ATENTADO A CARRERO BLANCO

Era el Presidente del Gobierno y hombre fuerte del régimen. Acude como cada mañana a misa en la iglesia de los Jesuitas de la Calle de Serrano. Él no lo sabe, pero el hombre que comulga detrás de él es Arriaga, miembro de un comando de ETA que lleva meses planeando su secuestro, y, posteriormente, su asesinato.


El 20 de diciembre de 1973, Carrero sale de la iglesia y sube al Dodge oficial para dirigirse a su despacho. Al pasar junto al número 104 de la calle de Claudio Coello, el coche salta por los aires, volando literalmente por encima del edificio y cayendo en el patio de manzana del mismo. 100 kilos de GOMA-2 en un túnel excavado debajo de la calzada acaban con la vida del almirante, de su escolta y del conductor del vehículo.
El día anterior al atentado, Carrero Blanco había recibido al Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Según parece, el encuentro estuvo marcado por las profundas diferencias entre ambos respecto al futuro político del país.
Aquí se establece una hipótesis algo extraña, es la que señala que se observe que la embajada americana está exactamente enfrente de la iglesia del atentado. Si bien la explosión se produjo en la calle de atrás a la de Serrano, en Claudio Coello.
Los terroristas habían alquilado un semi sótano cercano en el número 104 de la calle Claudio Coello: "Deciden que la única persona que esté en el sótano, que dé la cara y que sea vista por los vecinos y por el portero sea el falso escultor", explica el periodista Manuel Cerdán sobre esta tapadera que serviría para justificar el ruido de excavar un túnel de 7 metros sin alertar a nadie. "Calculan que en tres días iban a hacerlo, cuando se encuentran muro de hormigón, ladrillos, escape de gas, creen que no van a llegar", señala.


A las 9:25 acaba la misa. Carrero Blanco sigue cumpliendo riguroso su rutina y sale de la iglesia para subirse a su Dodge negro sin blindar y volver a su casa, pero su ruta encara la calle Claudio Coello, donde hay un obstáculo inesperado colocado por ETA: "Colocan el coche en doble fila para que cuando pasara el automóvil de Carrero tuviera que ir por ahí sí o sí", detalla Cerdán.
A las 9:36, el coche de Carrero Blanco entra en la calle Claudio Coello y cuando alcanza la marca, “Argala”, el líder del comando, acciona el detonador. "Literalmente el coche desaparece porque salta un edificio entorno a los 30/35 metros y va a aparecer al patio interior del colegio de los jesuitas", apunta Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco
Arriaga se había entrevistado un año antes con el conocido como “hombre de la gabardina blanca”, un misterioso personaje que le proporcionó información sobre los itinerarios y costumbres del almirante. Nadie ha desvelado nunca su identidad.
El único que podría haberlo hecho, el propio Arriaga, fue asesinado en 1978 por un grupo de militares que se ocuparon así de vengar la muerte del almirante.
ETA acabó con las  vidas del presidente  del  Gobierno  franquista,  su  chófer  y  su  escolta.  Tuvo  importantes consecuencias tanto para la dictadura como para la banda terrorista. Basándose en las fuentes disponibles, los historiadores han elaborado un relato bastante verosímil de los acontecimientos. Sin embargo, el hecho de que ETA hubiese logrado asesinar a una figura tan prominente, algunos cabos sueltos en la investigación policial y la ausencia de una sentencia dieron pie a todo tipo de especulaciones.


Carrero era el “número 2” de Franco, el personaje principal de la dictadura, pero no tenía “familia” política. Su función era la de servir de equilibrio a las presiones encontradas de esas. Cuando murió, las facciones del franquismo se desarticularon y cada una respondió a su manera a aquello de “Después de Franco, ¿qué?”, y, desunidas, lo hicieron con mayor debilidad. El atentado imposibilitó un franquismo sin Franco, representado en el almirante, pero nada más.
Ni ETA ni nadie podía saber qué depararía el futuro; no estaba en sus manos. El magnicidio alteraba el impase del tardofranquismo, pero la respuesta de ese no era previsible.
 

martes, 8 de abril de 2025

INDUSTRIALIZACIÓN DEL VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA.

Las primeras industrias de América tuvieron su origen en el siglo XVII. Las industrias elaborativas se entiende, pues las extractivas como la minería se explotaron inmediatamente después del descubrimiento.
América alcanzó un alto grado de progreso industrial: por lo menos desde el siglo XVII, hasta que el imperio español tembló al terminar el XVIII. En esos años la América española había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a bastarse a sí misma, a la autarquía (autosuficiencia).
El monopolio no tuvo como mira la formación de una industria americana autóctona. El monopolio fue creado por causas militares principalmente.


 En 1588 el poderío marítimo español bajó con el desastre de la Gran Armada en Inglaterra. Por lo que España estableció el régimen de galeones, que convenientemente custodiados partían de un puerto único americano, generalmente Santo Domingo, e iban hacia otro puerto único español, casi siempre Cádiz. La carencia de suficientes navíos de guerra como para custodiar el tráfico comercial libre entre la metrópoli y sus colonias, en esos mares infestados de bucaneros piratas ingleses y holandeses, obligaba a la navegación en convoy como único medio de mantener una comunicación entre las distintas partes del imperio español.
Ya de por sí la reducción del comercio hispanoamericano a una flota anual de galeones, y años hubo que no partió ninguno, transportando hasta Puerto Bello los productos destinados a Nueva Granada, Venezuela, Perú, Chile y Río de la Plata, aminoró extraordinariamente la dependencia hacia España de la economía americana. América tuvo entonces que producir lo que en la península no podían enviarle. Pero a la dificultad en el transporte se unió otra causa: las ideas de los economistas españoles del siglo XVII. Pues España atravesaba desde mediados del XVI una fuerte crisis, traducida en el alto valor que alcanzaron todas las mercaderías: los medios de subsistencia se elevaron en grado sumo.
En realidad el comercio hispanoamericano en los tiempos de los galeones quedó reducido al transporte del oro y la plata de América a España, y al regreso de esos barcos llevando el mismo peso en los pocos, poquísimos, efectos ibéricos que no podían producirse en América.
Por lo tanto América tuvo que bastarse a sí misma. Y ello le significó un enorme bien: se pobló de industrias para abastecer en su casi totalidad el mercado interno. Malaspina, escritor del siglo XVII, nos dice que “el movimiento fabril de México y el Perú eran notables”. Habla de 150 “obrajes” en el Perú, que a 20 telares cada uno, daban un total de 3.000 telares. Y Cochabamba, según Tadeo Haenke, naturalista y geólogo alemán, consumía de 30 a 40 mil arrobas de algodón en sus manufacturas.

Los “obrajes” talleres de hilados y tejidos, se encontraban organizados en su mayoría de acuerdo al tipo de trabajo artesanal: con sus maestros, oficiales y aprendices, y requiriéndose haber pasado los dos grados inferiores y rendido el examen de “obra maestra”, para lograr con el título de maestro la licencia de regentear un obraje. No fue el único tipo de producción colonial. Algunos encomenderos de indios emplearon la mano de obra de éstos, debido a la carencia de oficiales españoles. Pero las “encomiendas industriales” constituyeron excepciones, toleradas solamente mientras se consolidaron los “obrajes” artesanales. El virrey del Perú, don Francisco de Toledo, reglamentó minuciosamente en 1601 el trabajo de los indígenas en las industrias manufactureras evitando cualquier abuso de los encomenderos. Y finalmente fue suprimido por varios decretos y ordenanzas reales. En cambio en las reducciones y misiones, los obrajes con mano de obra indígena fueron habituales, por cuanto constituían uno de los fundamentos mismos de la creación de tales establecimientos, que era la educación indígena tanto en las labores agrícolas como en las manuales. Así el producto de la industria indígena recaía exclusivamente en beneficio de las mismas reducciones y misiones.
Los esclavos no eran empleados habitualmente en faenas industriales. En primer lugar la esclavitud no fue normalmente permitida en la América hispana hasta la guerra de Sucesión, cuando Inglaterra impuso en el tratado de Utrecht de 1713 el derecho a establecer sus “Asientos de negros” en puertos del Atlántico. Los pocos esclavos que hubo antes de esa fecha, tolerados por los funcionarios españoles; que no permitidos por las Leyes de Indias, se filtraron de las colonias inglesas del norte, y las portuguesas del sur. Estos pocos esclavos no nos permiten suponer que la esclavitud fue regularmente admitida antes de 1702, y así encontramos que el modesto “asiento de negros” portugués, que las autoridades bonaerenses toleraron en el siglo XVI, fue clausurado estrepitosamente por la superioridad española.

Los negros esclavos no eran mayormente aptos para labores industriales. Fueron empleados de preferencia en la agricultura; y en el Río de la Plata, donde no existía mayor agricultura, destinados casi exclusivamente a tareas domésticas. Algunos realizaban pequeñas confecciones caseras, y otros fueron empleados en talleres, rescatando con sus jornales el precio de su libertad. Pero la protesta de los trabajadores libres, así como la resolución que el Cabildo de Buenos Aires tomó sobre ellos nos demuestra que el caso no era muy común ni constituía la tan manida “explotación de los esclavos”, lugar repetido por algunos escritores antiespañoles.
La práctica de los gremios, no las Leyes de Indias, había exigido a los maestros zapateros y plateros, presentaran “informaciones sobre limpieza de sangre”. En el siglo XVIII estas informaciones fueron suprimidas, admitiéndose a cualquier trabajador americano, a condición de haber aprobado su examen correspondiente, para que pudiese optar al grado de maestro y abrir su taller. De esta manera los negros o indios libres pudieron dedicarse también a la industria si poseían aptitudes para ello. Además de los talleres manufactureros, hallamos al iniciarse el siglo XIX las fábricas de derivados de la ganadería: saladeros, curtiembres, jabonerías, la “fábrica de pastillas de carne” del conde Liniers en Buenos Aires, etc. La fábrica tenía características propias del pequeño capitalismo: en lugar del maestro que trabajaba junto a los oficiales y aprendices, encontramos al patrón capitalista vigilando la labor de sus obreros por medio del capataz técnico.
Esta técnica, tanto en los primitivos obrajes como en las posteriores fábricas, fue la habitual en sus respectivos tipos de producción. La maestría del artesano tuvo que suplir la falta de herramientas adecuadas, pero los productos podían en buena ley competir con sus similares europeos, y en algunas industrias, platería, tejidos, llegaron a superar, por el arte de su confección, a las propias mercaderías extracontinentales.
No tenía España barcos suficientes para vigilar las costas del Atlántico sur, ni podían los modestos gobernadores de Buenos Aires correr con sus botes a los poderosos navíos extranjeros que anclados en las Conchas, la Ensenada o en el mismo puerto, ejercían impunemente el contrabando. Y este contrabando, imposible de perseguir, acabó siendo tolerado: el viajero francés Azcárate de Biscay vio en 1658 en el puerto de Buenos Aires a 22 buques holandeses cargando cueros. Desde 1680 la Colonia constituyó un verdadero nido de contrabandistas.

Finalmente las autoridades miraron para otro lado y fue el contrabando tan tolerado, que la Aduana no fue creada en Buenos Aires sino en Córdoba -la llamada Aduana seca de 1622- para impedir que los productos introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires compitieran con los industrializados en el norte.
Hubo así dos zonas aduaneras en la América hispana: la monopolizada y la franca. Aquélla con prohibición de comerciar, y ésta con libertad -no por virtual menos real- de cambiar sus productos con los extranjeros.
Y aquella zona, la monopolizada, fue rica y llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad.
Y eso que Buenos Aires tenía una fortuna natural en sus ganados cimarrones que llenaban la pampa.
Los contrabandistas se llevaban los cueros de estos cimarrones dejando en cambio sus alcoholes y sus abalorios (fue entonces cuando los holandeses introdujeron la ginebra).
El dinero, a no ser el oro y la plata filtrados por Córdoba, entraba muy poco en estas transacciones. Los cueros se cotizaban en reales, pero se pagaban en especie: de más está decir que los reales pagados por cada cuero eran harto insuficientes, mientras que los abonados por cada litro de ginebra o cada metro de paño inglés, sumamente considerables.
Inglaterra y otras potencias europeas realizaron un intenso contrabando en el Río de la Plata, que acabó perjudicando el desarrollo de su industria.
Buenos Aires, entregando los cueros de su riqueza pecuaria por productos extranjeros, no tuvo industrias dignas de consideración. Era tan poco rica, que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España. Antonio de León Pinelo, escribiendo en 1629, se quejaba de la enorme miseria de la zona bonaerense: Buenos Aires era para él, la ciudad “tan remota como pobre”.

Pero no solamente no hubo industrias a causa de la fácil introducción de los productos europeos, sino que los contrabandistas acabaron por extinguir el ganado cimarrón, la gran riqueza pampeana. Los permisos de vaquerías otorgados en un principio libérrimamente por el Cabildo a todo vecino accionero que trocaba, cueros por mercaderías contrabandeadas, acabaron por ser mezquinados. En 1661 se informa que la hacienda se ha retirado a 50 leguas de la ciudad. En 1700 se cierran nuevamente las vaquerías, esta vez por 4 años; en 1709 nuevo cierre durante un año; en 1715, otro cierre de 4 años.
El contrabando había terminado con la única riqueza bonaerense. La formidable mina de cuero de la pampa hallábase agotada, pues desde esa última fecha -1715- ya no se otorgaron más permisos para vaquear; no es que se hayan cerrado las vaquerías, es que nadie tuvo empeño en internarse hasta las Salinas tras un rodeo cada vez más ilusorio.
Y en 1725, cuando se instala en Buenos Aires el “Asiento inglés de negros” a raíz del tratado de Utrecht, con la facultad de cambiar negros exportados de Angola por los cueros famosos de la pampa, encontrárnosle los negreros sin la riqueza que esperaban: los contrabandistas ya se la habían llevado.
El tratado de Utrecht de 1713, que puso fin a la guerra de sucesión de España, significó prácticamente la repartija de ésta entre Francia, Inglaterra y Austria. Si Francia conseguía colocar un príncipe francés en el trono de Carlos II, Austria se quedaba con Italia y el Flandes Español, e Inglaterra con Gibraltar, Menorca y muy buenos privilegios comerciales: entre estos, la facultad de importar negros a la América española, mercándolos por productos autóctonos. Fue a raíz de ellos que se establecieron los “asientos de negros” en los puertos hispanoamericanos del Atlántico, por donde, juntamente con el comercio lícito de africanos, se deslizó el ilícito de efectos ingleses.


Pero la industria anglosajona a principios y mediados del siglo XVIII, carecía de las condiciones necesarias para apoderarse del mercado americano. Si bien la fabricación vernácula era aún primitiva, y su técnica no pasaba de ser rudimentaria. La industria vitivinícola es próspera en San Juan, Mendoza, La Rioja y Catamarca.
En tejidos Cochabamba era el centro fabril de todo el Alto Perú; los algodonales de Tucumán facilitaban la materia prima, que era elaborada en la ciudad del altiplano, proveyendo a los mineros de Potosí y a casi toda la población del norte. Centros importantes de esta industria fueron también Corrientes, donde el informe de su representante en el consulado nos dice que en 1801 “hubo individuo que acopió y remitió a Buenos Aires más de 1.500 ponchos y frazadas. Catamarca, donde “no hay casa ni rancho en todo su distrito que no tenga uno o dos telares con su torno para hilar, y otro para desmotar el algodón. Tucumán elabora tejidos con sus propios algodones, y también Córdoba, Salta y Santiago del Estero encontraron su principal riqueza en la industria de los telares domésticos .
Paraguay y Corrientes eran famosos por sus astilleros, donde se construían hasta navíos de ultramar.
Las grandes carretas de Mendoza y aquellas un poco menores de Tucumán proveían los medios de transporte más usuales para el tráfico interno. También las mulas, criadas en Santa Fe y Entre Ríos, eran empleadas principalmente para la conducción de los barriles de vino. Corrientes fue famosa por sus talleres de arreos y talabarterías. Buenos Aires por sus platerías y después del tratado de Utrecht, abolido el monopolio y en su consecuencia reducido el contrabando, destacó por sus artesanos del cuero, especialmente zapateros, lomilleros y talabarteros.
Tucumán producía en abundancia algodones y arroz; La Rioja, Catamarca y Salta aceites de oliva de tan buena calidad y tan importante cantidad, que amenazaban la clásica riqueza española de olivares. Cereales y productos de huerta, se daban en las “quintas” de todas las ciudades, especialmente Buenos Aires. Esta última conservaba su preeminencia ganadera, pese a la extinción de los cimarrones.
El virreinato se abastecía a sí mismo, no obstante las trabas que se opusieron a su desenvolvimiento industrial. No tuvo la industria incipiente las características que alcanzó en México o en el Perú; claro es que los modestos talleres coloniales se manejaron con una técnica primitiva en donde la habilidad del artífice tenía que suplir los defectos de las herramientas y utensilios.
Una correcta política económica hubiera desarrollado convenientemente estas industrias, y así como ellas proveyeron a las modestas necesidades del XVIII, lo hubieran podido hacer con las más complejas del XX. Las industrias criollas habrían crecido paralelamente con el crecimiento de la Argentina, si la mayoría de los gobernantes no hubieran hecho precisamente lo contrario de lo que debieron hacer. Y esa industria Argentina del XIX , ya en manos de argentinos, y dando trabajo a obreros no solamente no tuvo protección alguna fiscal, sino que fue perseguida como expresión de un pasado colonial indeseable, y muestra de una política económica reñida con el liberalismo del siglo XIX.
Es cierto que América se integraban a igualdad con los reinos de España el poderoso imperio hispano; que unas se manejaban por el Consejo de Indias y los otros por el de Castilla o Real; que en unos regía la legislación indiana y en los otros la peninsular. Pero esto ocurrió durante la dinastía de los Austria, hasta el tratado de Utrecht (1713) que puso fin a la guerra de sucesión y señaló el advenimiento de la dinastía Borbón. Hasta 1713, pues, “puede hablarse con propiedad de “período hispánico”.
Pero después de Utrecht la concepción francesa sustituyó a la española. Los reinos de Indias se transforman en colonias de América (“América” era la designación inglesa, francesa y portuguesa para el continente que los españoles habían llamado “Indias Occidentales”). La centralización borbónica anuló al Consejo de Indias -cuyas funciones esenciales pasaron al cortesano -Secretario del Despacho Universal-, e hizo letra muerta de la legislación indiana. El tratamiento que se dio a “América” fue semejante al que tenían las “colonias” francesas de Canadá y Luisiana. Fueron dependencias de la metrópoli, y no reinos autónomos. Hasta la voz “criollo” (corrupción del creole francés) con el significado peyorativo que tenía en Francia, fue introducida en el lenguaje corriente.
En Utrecht puede encontrarse la raíz del movimiento de independencia que se exteriorizó (a lo menos en 1810) como un choque entre el viejo autonomismo indiano contra el reciente centralismo borbónico.
La autarquía absoluta es imposible. Independencia no es autarquía. Una nación puede vivir del comercio internacional importando alimentos, y materias primas, y exportando mercaderías elaboradas, y sin embargo, tener la más absoluta independencia económica. Que es el caso de Inglaterra. Para ello precisa poseer capitales, marina mercante, ferrocarriles, seguros, etc., que la hagan dueña virtual de su intercambio. Pero tampoco autarquía significa necesariamente independencia. Puede una nación producir lo imprescindible dentro de sus fronteras sin ser dueña de su economía.

sábado, 5 de abril de 2025

CREACIÓN DE GRAMÁTICAS DE LENGUAS AMERINDIAS

La puñetera leyenda negra ha esparcido, entre otros bulos, que el Imperio español persiguió y condenó al olvido a la lenguas indígenas americanas hasta su práctica desaparición. Es falso, fue todo lo contrario. Hay que destacar que sí hubo diversos esfuerzos por parte de las autoridades españolas durante algunos períodos en promover y fomentar el uso oficial de algunas de estas lenguas. Prueba de ello son las publicaciones de las gramáticas en lenguas indígenas como el náhuatl o el quechua, entre otras muchas.


El colegio de Santa Cruz fundado por franciscos en agosto de 1533 en Tlatelolco (actual México), tuvo como principal objetivo la preparación de jóvenes indígenas para el sacerdocio. En este colegio, los sacerdotes utilizaban tres idiomas: español, náhuatl y latín. Durante los 70 años de su funcionamiento, esta institución produjo numerosos pensadores indígenas que ocuparon las esferas de la intelectualidad del Virreinato de Nueva España. Entre ellos encontramos al ilustre Andrés de Olmos, quien fuera el autor de la primera gramática publicada de náhuatl en 1547 titulada el Arte de la lengua Mexicana. De esta manera, el náhuatl se convirtió en la primera lengua indígena en poseer una gramática, antes incluso que el francés.
A pesar del trabajo desarrollado por estos religiosos, el monarca Carlos I prohibió la enseñanza del náhuatl en los territorios de Nueva Galicia (actuales estados de Aguascalientes, Guanajuato, Colima, Jalisco, Nayarit y Zacatecas) en 1550 al considerarla una práctica peligrosa. Sin embargo, su sucesor en el trono Felipe II fue convencido por los franciscanos de la importancia de esta lengua para enseñar a la población indígena. Como consecuencia de este hecho, este rey emitió una cédula real o decreto en 1570 con el objetivo de convertir el náhuatl en el idioma oficial de Nueva España y así facilitar la comunicación entre la comunidad indígena.
A través de esta medida, la enseñanza en náhuatl se extendió hasta las actuales tierras de El Salvador. Es por esta razón por la que muchas zonas conservan sus nombres en esta lengua a pesar de que no se utilizaba por la comunidad indígena antes de la conquista. Durante los siglos XVI y XVII, el náhuatl se convirtió en el lenguaje literario escrito. Es de destacar la labor del sacerdote franciscano Bernardino de Sahagún quién compiló una obra etnográfica masiva sobre los nahuas, conocida actualmente como el Códice florentino. Fernando Alvarado Tezozómoc escribió su historia seminal de Tenochtitlan, llamada la Crónica Mexicayotl. Otros autores se encargaron de recopilar canciones en náhuatl y publicaron diccionarios y gramáticas. Se llegó incluso a traducir la Biblia, pero quizás la obra más importante sea el texto náhuatl del Huēyi Tlamāhuizōltica, que narra la aparición de la Virgen de Guadalupe en la colina de Tepeyac. La importancia que se le dio al estudio de las lenguas indígenas fue fundamental, tal y como afirma Santiago Muñoz Machado: “Tan solo en México a fines del siglo XVI se publicaron 109 obras dedicadas a las lenguas indígenas.” Santiago Muñoz Machado, es el director de la Real Academia Española.


Durante 150 años, el uso del náhuatl escrito fue muy intenso utilizándose en testamentos, obras de teatro, poemas, himnos religiosos y otros documentos. Hasta la misma Sor Juana Inés de la Cruz compuso un par de poemas en esta lengua. No obstante, no todos compartieron esta visión. En 1696, el rey Carlos II de España, el último de las dinastía de los Habsburgo, prohibió en sus dominios el uso de cualquier idioma que no fuera el español. Más tarde, Carlos III trató de borrar la impronta del náhuatl en la literatura y en la vida pública. Hoy en día, ciertas personas ven al náhuatl como un contrapeso a la lengua española impuesta por los conquistadores. Sin embargo, de alguna manera este idioma también se extendió a otras zonas como resultado de la política imperial del Virreinato.
En la región de los Andes, se hablaba multitud de lenguas antes de la conquista española. A mediados del siglo XVI convivían diferentes idiomas como el quechua, el aimara, el mochica, el puquina, entre otros. Este plurilingüismo suponía un obstáculo para la evangelización de los pueblos indígenas. Por esta razón, los misioneros españoles concedieron prioridad al idioma quechua para la enseñanza y la promoción de la evangelización. Prueba de ello, es la publicación en 1560 en Valladolid de la “Grammatica o arte de la lengua general de los indios de los reynos del Perú” y Lexicón o vocabulario de la lengua general del Perú por el misionero español Domingo de Santo Tomás. Esta obra fue escrita mientras este religioso cuando se encontraba en la parroquia de Santo Domingo de Real Aucallama en el valle de Chancay (actual provincia de Huaral).
El objetivo de la gramática de Domingo de Santo Tomás era doble, por una parte mejorar la comunicación entre los sacerdotes y los feligreses y por otro lado demostrar que el quechua no era una lengua ‘bárbara’ como algunos escépticos afirmaban sino que poseía una complejidad similar a la del latín o el español. El estudio de esta lengua provocó que se extendiera a otras zonas donde no se hablaba con anterioridad. En 1580, el rey Felipe II emitió una cédula real por la cual se creaban cátedras de lenguas indígenas en las Universidades de Lima y México. El conocer dichas lenguas se convirtió en un requisito indispensable para ejercer de predicador. Los sacerdotes no sólo compusieron doctrinas cristianas o sermones, sino que también procedieron a estudiar todo lo relacionado con la estructura del quechua.

UNIVERSIDAD DE SAN MARCOS-LIMA- (1551)
Primera Universidad del Continente americano

Más delante en 1586, salió a la luz el Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada Quichua, y en la lengua Española, una de las primeras obras impresas en Lima por Antonio Ricardo. Posteriormente, el jesuita Diego González Holguín publicó en 1607 Gramática y arte nueva de la lengua general de todo el Perú, llamada lengua Qquichua, o lengua del Inca. Los misioneros tomaron como referencia las descripciones que existían en latín, aunque ello no significó que siguieran estrictamente el marco teórico grecolatino pues se trataba de describir lenguas no indoeuropeas. A partir de la redacción de las primeras gramáticas, se fueron sucediendo otras muchas inspiradas en sus predecesoras. Todo ello ocasionó que el quechua no cayera en el olvido durante la época virreinal. Posteriormente, la expulsión de los jesuitas en 1767 bajo el reinado de Carlos III tendría grandes consecuencias para las comunidades indígenas. La política de la dinastía borbónica primó el uso del español sobre otras lenguas, algo que imitarían las nuevas repúblicas nacidas tras la emancipación de Hispanoamérica hasta tiempos más recientes.
Además del náhuatl y el quechua, durante la época virreinal se publicaron otras gramáticas de lenguas indígenas tales como el aimara, el chaima, el guaraní, el totonaca, el otomí, el purépecha, el zapoteca, el mixteca, las lenguas maya, el mapuche y otras muchas.
Cuando España llega a América también funda escuelas y universidades pero no para difundir el castellano, sino las lenguas indígenas. No todas las lenguas indígenas, sino sólo aquellas que tenían mayor número de hablantes según las zonas, náhuatl, quechua, etc. De esta manera se conseguía simplificar la labor de los misioneros que sólo necesitaban aprender una lengua antes de trasladarse a América.
Esta actitud de la Corona española se debía a que el objetivo principal era su cristianización y consideraron que sería más fácil enseñarles la religión católica en su propia lengua que en español. Por ese motivo, cuando en 1800 se independizan de los virreinatos españoles, pocos son los hispanohablantes, solo los hijos de españoles, los criollos. Sólo cuando los nuevos gobiernos independientes establecen que el español es la lengua de las nuevas repúblicas empezará a aumentar el número de hispanohablantes en América.
Naturalmente, esta labor educativa estuvo acompañada de las publicaciones necesarias que hiciesen posible esa tarea.
La enorme cantidad de obras publicadas durante el Siglo de Oro destinadas a estudiar, sistematizar y difundir el español es equivalente a la cantidad de obras publicadas para estudiar, sistematizar y difundir las lenguas con las que entró en contacto el español en América.
Los primeros estudios sobre las lenguas indígenas americanas, seguían aproximadamente la estructura que Nebrija había dado a sus obras (que a su vez seguían la estructura de las gramáticas del latín y el griego): prosodia, morfología, sintaxis y ortografía. Sin embargo, se encontraron con grandes dificultades al intentar describir con estas normas grecolatinas unas lenguas que poseían estructuras absolutamente diferentes. Algunas de estas lenguas eran aglutinantes, por lo que se hacía difícil la descripción de la morfosintaxis; otras poseían fonemas nasales, guturales o tonales desconocidos en las lenguas indoeuropeas, lo cual dificultaba su transcripción gráfica por carecer de signos que representasen esos sonidos.
Problemas similares tuvieron los redactores de vocabularios y diccionarios al intentar describir con conceptos del español (español, árabe, latín, griego y hebreo) la realidad americana.
Hay que reconocer la habilidad de estos autores al conseguir acomodar las características de las lenguas nativas americanas dentro del molde grecolatino heredado de Nebrija. No obstante, podemos imaginar las limitaciones que tienen estas gramáticas y vocabularios a la hora de reflejar la gramática y el vocabulario de estas lenguas indígenas.

jueves, 3 de abril de 2025

LOS EPISODIOS NACIONALES- PÉREZ-GALDÓS

Dentro de la prolífica obra que supone la Literatura Universal, el siglo XIX tuvo algo de extraordinario. Algo sucedió en aquellos años para que tantos genios de la narración coexistieran y dejaran como legado algunos de los libros más célebres y reconocidos de la Historia. En el panorama español, algunos nombres muy ilustres se agruparon en la llamada corriente realista. Entre ellos destacan escritores de la talla de Leopoldo Alas Clarín, Emilia Pardo Bazán, y, sobre todo, Benito Pérez Galdós.


Benito Pérez Galdós nació en las Palmas de Gran Canaria en 1843, aunque pronto se trasladó a estudiar Derecho a Madrid. Su amor por el arte y los libros hizo que, ya en la capital del reino, se animara con escritos en revistas, a la vez que compartió algunas de las famosas tertulias y cafés con gentes de letras. Tras viajar a Francia y entrar en contacto con los creadores galos, regresó a España, donde publicó su primera novela, ‘La Fontana de Oro’ . Comenzaba así la carrera de uno de nuestros más gloriosos creadores, cuya obra puede dividirse en tres partes: ‘Novelas españolas de la primera época’, ‘Novelas españolas contemporáneas’ y, lo que nos ocupa en este análisis, ‘Los Episodios Nacionales’. 
Los ‘Episodios Nacionales’ nacen a partir de la idea de Galdós, gran conocedor de la disciplina de la musa Clío, de resumir y contar de forma novelada los convulsos hechos históricos que jalonaron el siglo XIX español. En este ensayo únicamente me referiré a la parte que yo conozco, la Primera serie (10 volúmenes), correspondiente al entorno de la Guerra de la Independencia, o más concretamente desde Trafalgar hasta la batalla de los Arapiles. Vaya por delante que para mí esta obra es, después de ‘Don Quijote de la Mancha’ de Miguel de Cervantes, la mejor de la literatura española; al menos hasta donde llegan mis conocimientos. No deja de ser una opinión muy personal, pero lo que sí está generalizado es la consideración de Galdós como uno de los más grandes novelistas, si no el mejor, en cuanto a calidad narrativa y cantidad de obras, de las letras de este país.



La serie, como he dicho, se divide en diez libros. No se trata de ensayos independientes, como algunas personas piensan, sino que son novelas perfectamente conectadas. La acción discurre cronológicamente, apareciendo una serie de hechos de gran importancia histórica. La primera serie completa queda entonces compuesta por:
1. ‘Trafalgar’ (1873).
2. ‘La corte de Carlos IV’ (1873).
3. ‘El 19 de marzo y el 2 de mayo’ (1873).
4. ‘Bailén’ (1873).
5. ‘Napoleón en Chamartín’ (1874).
6. ‘Zaragoza’ (1874).
7. ‘Gerona’ (1874).
8. ‘Cádiz’ (1874).
9. ‘Juan Martín El Empecinado’ (1874).
10. ‘La batalla de los Arapiles’ (1875).
Con títulos tan significativos es notoria la temática de cada uno de ellos. Y si bien constituyen una obra uniforme, con acción continuada, lo cierto es que hay algunos rasgos distintivos en cada uno de ellos. Por ejemplo, aunque hay partes cómicas a lo largo de los diez libros, ‘La Corte de Carlos IV’ y el comienzo de ‘El 19 de marzo y el 2 de mayo’, se prestan especialmente a situaciones de comedia. Bien distinto es el caso de ‘Gerona’, que puede ser calificado como el episodio más crudo y descarnado de toda la serie. En él se observa como el sitio de una ciudad conlleva una situación de hambre y caos, donde la diaria lucha por la supervivencia constituye un enorme horror en las calles de la población catalana. A su vez el siguiente episodio, ‘Cádiz’, deja a un lado la guerra y a las tropas napoleónicas para centrarse en las aventuras del protagonista en “la tacita de plata”. Este libro representa un soplo de aire fresco para un lector que durante cientos de páginas ha vivido montones de sitios, batallas y combates entre españoles y franceses.


Para novelar estos acontecimientos, el autor de Las Palmas recurrió al narrador en primera persona, inventando así la figura de Gabriel Araceli, un mozalbete huérfano que nos va contando su vivencias personales, a la par que las relaciona con los hechos históricos de la época.
El personaje de Gabriel recuerda, en alguna medida, al Jim Hawkins de ‘La isla del tesoro’. Gabriel nos comienza contando su infancia en Cádiz, ciudad que gracias a su importancia marítima siembra en él una eterna admiración por los océanos. Puerto de gran importancia mediterránea, Cádiz ofrece a Gabriel la posibilidad de criarse entre navíos y marineros de distintas nacionalidades, con miríadas de historias que narrar. A lo largo de la obra el personaje irá evolucionando, pasando de pillastre del barrio de la Viña a un exitoso militar. Gabriel se convierte de esta manera en el prototipo de héroe hecho a sí mismo.
También podemos hacer referencia a Don Francisco de Quevedo, ya que el propio Gabriel hace mención a Don Pablos durante su presentación en el inicio de ‘Trafalgar’. Y otra influencia clara en Gabriel, y en toda la obra galdosiana, es la de Charles Dickens. No hay que olvidar que Pérez Galdós fue traductor del genial autor inglés, y fue tal su fascinación por la obra de éste que recogió en la suya las mejores virtudes del de Portsmouth. Si Gabriel aparece como uno de los muchos huérfanos dickensianos, qué decir de personajes como los hermanos Requejo (‘El 19 de marzo y el 2 de mayo’), Mauro y Restituta, cuyos paralelismos con los típicos villanos del inglés son tremendos. Ambos se aprovechan de la juventud de Inés (amiga y amada de Gabriel) para encerrarla, obligándola a trabajar con el único afán de lucrarse. En este punto, y regresando a Quevedo, cabe destacar que la usura de Doña Restituta es muy semejante a la del Dómine Cabra de Quevedo, teniendo detalles tan desternillantes como el siguiente: "Dicen que cuando Doña Restituta entra en la iglesia roba los cabos de vela para alumbrar la casa, y cuando va la plaza, que es cada tercer día, compra una cabeza de carnero y sebo del mismo animal, con lo cual pringa la olla; y con esto y legumbres van viviendo".


También ‘Guerra y Paz’ se nos viene a la cabeza en alguna ocasión. Si Tolstoi realizó una obra de descomunales dimensiones sobre la invasión napoleónica a su país, algo semejante ocurre con Galdós. Ambas ofrecen un amplio abanico de personajes y situaciones, pero mientras que en ‘Guerra y Paz’ todo ocurre de manera más dispersa, en los ‘Episodios’, Gabriel ejerce de enlace entre personajes y localizaciones. Y en cuanto a esto último está claro que todo lo que nos cuenta Galdós resulta tremendamente cercano, mientras que ‘Guerra y Paz’, aun tratando temas universales y conocidos, delata en algunos de sus pasajes que se escribió a miles de kilómetros, dentro de una cultura distinta a la nuestra.
De lo que no cabe duda es de que todos los personajes que van apareciendo en ‘Los Episodios Nacionales’ son genuinamente españoles. Así, van apareciendo progresivamente veteranos marinos con ansias de una segunda oportunidad, devotas y regañonas ancianas, avaros y especuladores comerciantes, valerosos guerrilleros sin cultura, curas fanáticos, intrigantes cortesanas, gente de baja ralea que llena las tabernas y figones, nobles damas amantes de las más antiguas tradiciones, jóvenes calaveras con ansias de renovación, obstinados patriotas, políticos corruptos, cotillas, chaqueteros, y un largo etcétera de los más variopintos personajes.
También son curiosos los extranjeros que aparecen en la obra, quienes tienen la visión tópica que siempre ha ofrecido España al resto del mundo. En ‘La batalla de los Arapiles’, Miss Fly, una dama inglesa, aparece como todo un George Borrow, que imagina y disfruta de España como de una tierra llena de románticas aventuras, pasiones y folclore.
Y si bien el autor elogia como se merece a todos aquellos españolitos que abandonaron sus casas para combatir al francés, no escatima en críticas hacia algunos de los elementos de la guerrilla, que, como toda tropa reclutada a fuerza de las circunstancias, recogía lo mejor y lo peor de la sociedad, desde ilustrados y caballerosos combatientes hasta el más ruin y barriobajero de los criminales.
El gran acierto de la obra de Galdós es combinar a la perfección la documentación histórica con la ficción. A diferencia de los best-seller pseudohistóricos, los ‘Episodios’ constituyen una ardua labor de investigación basada en libros, viajes, epístolas, prensa, e incluso conversaciones del autor con supervivientes de los hechos. Empero, el carácter realista y fidedigno no entorpece las partes novelescas, donde los personajes y sus vivencias encajan a la perfección. Las licencias históricas deben ser aceptadas por un lector mínimamente predispuesto a ello.
La amplia documentación se puede observar, por ejemplo, en las batallas, las cuales, interviniendo Gabriel, son vistas como una acción de masas, de (el dolor, el miedo, el cansancio, la gloria, el orgullo, la rabia, ...). Trafalgar, Bailén o el conjunto, narrando el protagonista no sólo sus acciones personales, sino relacionando éstas con la globalidad del combate. De esta forma se recrean los movimientos de tropas, como si de un libro de Historia se tratase, pero dando una visión mucho más cercana y visto romance entre clases desiguales. Amargo sdesgarradora del acontecimiento, intercalando sensaciones y sentimientos itio de Zaragoza son contadas de una forma fidedigna, mezclándose personajes reales con novelescos, y provocando además que el lector busque información complementaria en libros y enciclopedias.
En cuanto a lo puramente ficticio, lo romántico no podía faltar en esta obra, pues en la vida de Araceli aparecerán varias mujeres que despiertan los instintos amorosos en él. Y si bien su gran amor y la mujer que guía sus impulsos es Inés, su relación con esta última pasará por muchas fases, siendo un romance que varía a medida que pasa el tiempo.
Gabriel comienza enamorándose en su adolescencia de Rosita, la hija del marino Alonso Cisniega (‘Trafalgar’), por la que siente un cada vez más estrecho cariño, que convierte la relación ama-criado en una devoción de nuestro huérfano por dicha dama. No obstante, la indiferencia de la joven hacia su fámulo provocará que éste olvide pronto a su ama y sufra su primer desengaño amoroso.
Más tarde conocerá Araceli a la mencionada Inés (‘La Corte de Carlos IV’), jovencita como él de clase humilde, desgraciada, y en quien el muchacho ve representada la belleza, la lucidez y la inteligencia. Esta Atenea madrileña pronto será vista por Gabriel como ese amor que todos hemos imaginado alguna vez, la única y verdadera dama por la que merece la pena vivir. Compañeros de infortunios, encierros y aventuras, estrechan sus lazos en medio de las adversidades. Arrebolados, los dos jóvenes se muestran cohibidos a la hora de declararse su amor. La adolescencia y las normas sociales les hacen tomarse su relación amorosa desde un punto de vista relajado, teniendo más de profunda amistad que de amor. Pero después Gabriel sentirá la mayor de las tristezas al descubrir el noble destino de Inés, alejándose su querida de su humilde alcance. El héroe gaditano se verá obligado a renunciar a su querida, en el muchas veces
erá también para Inés, quien obligada a contraer un matrimonio de conveniencia se plantea incluso la reclusión en un convento (‘Bailén’). Las distintas vicisitudes que surgen a lo largo de los diez volúmenes ven finalmente una alegre y feliz conclusión, en consonancia con los últimos acontecimientos de la serie (decisiva victoria que anuncia el fin de la guerra).
Ambos personajes verán reforzado su amor por el otro a través de los celos. Por ejemplo, nuestro amigo conocerá al pretendiente de Inés, Don Diego de Rumblar, quien con su alocado modo de vida nos parece tan indigno de Inés como al propio Gabriel. Por otro lado mientras que Gabriel siente aversión hacia un caballero inglés, Lord Gray (‘Cádiz’), Inés siente lo propio hacia Miss Fly (‘La batalla de los Arapiles’), otra hija de la Gran Bretaña. Son estos dos personajes muy curiosos, el primero apareciendo como un auténtico bohemio, mujeriego y conquistador, que encuentra en un país tan pasional como España el escenario perfecto para sus correrías. Miss Fly por su parte también siente fascinación por España, pero sus sentimientos son, en cierta forma, más limpios e idealistas, pues la inglesita espera cruzarse en “la piel de toro” con un caballeroso hidalgo semejante a El Cid. Resulta curioso que las vidas de ambos británicos se mezclen, cuando en principio ambos personajes eran totalmente independientes. Ésta es una constante de la obra que habrá quien acuse de falta de realismo, y puede que sea cierto, pero no lo es menos que eso no preocupa en absoluto al autor canario, pues la continua aparición y desaparición de personajes en distintos lugares acaba familiarizando al lector con ellos, facilitando en mucha medida la retención de personas y situaciones. Un ejemplo interesante de esto último es Juan de Dios, el empleado vasco de los Requejo (‘El 19 de marzo y el 2 de mayo’), quien tras sufrir el abandono de Inés vuelve a aparecer como un lunático fraile (‘La batalla de los Arapiles’). De esta forma se ve la evolución de los personajes, y de cómo los acontecimientos los van cambiando tanto a ellos como al país.
A colación de esto último cabe señalarse que los "Episodios Nacionales" poseen la capacidad de servirnos como guía de la España de la época. Si Cervantes en ‘El Quijote’ nos mostraba la España del XVII, Galdós nos muestra la del XIX. La acción transcurre a lo largo y ancho de toda la geografía hispana, y el autor muestra sus virtudes literarias a la hora de describir poblaciones y paisajes. Suerte tendrán aquellos lectores que conozcan a la perfección las calles y edificios nombrados.
No sólo las grandes dosis de placer que ofrecen los ‘Episodios Nacionales’ son interesantes, sino que todo español que la lea cobrará muchos puntos de lucidez, viendo reflejadas en un libro las dos (o tres, o cuatro, o infinitas) Españas, la eterna lucha política, el odio al contrario, que siguen tan vigentes ahora como a principios del XIX. Ya entonces se podían apreciar todos defectos y males endémicos que a día de hoy asolan la sociedad española.
Las eternas disputas de nuestros políticos y sus aliados contertulios hooligans no salen de la nada. Son el resultado de cientos de años de enfrentamientos banales, de posturas irreconciliables y de gente a quien gusta discutir y convertir en arma arrojadiza todo cuanto sale a su paso.
Los ‘Episodios Nacionales’ se presentan entonces como un perfecto retrato de nuestra querida, y a la vez acerba, España. Las virtudes y las miserias del país quedan al descubierto en este mosaico histórico, siendo patente la resignación del autor ante el continuo círculo sin fin que representa la Historia de España.
Ese testigo y ese ansia de retratar la evolución de nuestra sociedad lo ha recogido Arturo Pérez-Reverte, quien con su magnífica y exitosa saga del Capitán Alatriste no hace sino reflejar amargura, mala leche y humor negro, centrándose en el periodo histórico del Siglo de Oro. A pesar de ser sucesos ocurridos dos siglos antes que los ‘Episodios’, algunos fragmentos de Alatriste perfectamente se pueden complementar a los de Galdós. ¡Qué poco hemos cambiado!.
No hace falta que diga que me ha encantado, y he releído más de un capítulo de esta maravillosa obra. La verdad es que no lo esperaba de una novela de estas características.

miércoles, 2 de abril de 2025

ANDALUCÍA NO ES AL- ANDALUS

Andalucía actual no es la Andalucía de la época medieval. Los conflictos identitarios que se producen en España no deben llevarnos a esas distorsiones de la historia. Por ejemplo, en la política actual de la Comunidad Andaluza se intenta encontrar un elemento identitario de esta comunidad y, como no existe el idioma propio como ocurre en otras regiones, lo resuelve diciendo que la identidad de Andalucía es la de Al- Andalus. Por eso lo exalta. 


EMIRATO DE CÓRDOBA (756 – 929)
Pero es tan musulmán lo que hay en Zaragoza o en Toledo como lo que existe en Andalucía. En toda la zona del mudéjar aragonés se siguió construyendo igual incluso después de que fuesen expulsados los musulmanes. Fíjese lo integrados que estaban.Resulta curioso que hay partidos políticos andaluces que han adoptado el discurso de Blas Infante, que era una persona de derecha moderada.
Lo de la “Leyenda negra”, sin embargo, es propaganda contra España que se impone porque el mundo anglosajón, que la impulsó, es el que ha prevalecido. La realidad es que todos los imperios han cometido tropelías, el asirio, el babilonio, el romano, el español… Y lo que no se debe hacer es poner solo el foco en esas tropelías mientras que se ocultan los logros alcanzados. 
De las críticas que se hacen en América contra Cristóbal Colón se hacen por elevación; en vez de señalar a quien realmente es culpable hoy de los problemas que arrastran, se decide atacar a una figura histórica de hace cinco siglos. Es absurdo, pero se atada a quien no se puede defender. Lo que pasa es que los españoles estamos acostumbrados y parece que cuando se quiere convertir a Cristóbal Colón en un villano, pues casi no se le presta atención. Fíjese que, por el contrario, en Italia sientan peor que en España las críticas a Colón. Se quedan estupefactos, no entienden cómo hacen pasar por villano a quien antes se consideraba un héroe. Es la vieja táctica de buscarse un enemigo exterior que, en el caso de Colón, resulta efectivo para ellos, aunque sea un disparate. 


CALIFATO DE CÓRDOBA (929-1031)
Carece de sentido completamente, es como si los españoles nos pusiésemos ahora a exigirles a los romanos que pidiesen perdón por los desafueros que cometieron en España. Pero es al revés, porque aquí se produce un fenómeno curioso. En España se está muy orgulloso del Imperio romano, de su conquista, y se valora mucho su extraordinaria aportación para dotar a todo el Mediterráneo de una cultura común, pero cuando se trata del imperio español, aceptamos que nos pongan verdes, como decía antes. Verdaderamente es un caso único. Salvo alguna excepción como Numancia, que ya exaltó Cervantes, normalmente en España nos ponemos de parte de los romanos.
Juan Gil es Doctor por la Facultad de Bolonia. Fue profesor agregado de la Universidad Complutense. Catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla. 

PRIMEROS REINOS DE TAIFAS (1031-1085)
Son numerosas las ocasiones en las que se confunde al-Andalus con Andalucía. Esta equivocación, no sólo se da en un ámbito concreto, ni siquiera en una zona geográfica determinada, sino que es una equivocación bastante extendida. Tampoco sería correcto denominar andalusíes a los andaluces, error muy generalizado en los países árabes, ni referirse a la Junta de Andalucía como ukumat al-Andalus (Gobierno de al-Andalus).
Desde la llegada de los musulmanes a la Península, en el año 711, hasta la caída del Reino de Granada, en 1492, la extensión de al-Andalus fue cambiando según las épocas y dinastías.

ALMORÁVIDES 

Su máxima extensión la alcanzó a mediados del s. VIII, cuando llegó a establecerse en prácticamente la totalidad de la Península, lo que incluye también a Portugal, nuestro país vecino, al que se ha obviado reiteradamente al referirnos a este periodo como la “España musulmana”. Términos totalmente inexactos y anacrónicos, pues ni existía España como nación o Estado, ni únicamente abarcó el territorio que hoy ocupa. Además de la Península, al-Andalus se extendió por parte del Reino Franco, actual Francia, llegando hasta Poitiers, donde los ejércitos andalusíes fueron derrotados y empujados hasta los Pirineos.
A lo largo de sus ocho siglos de historia, al-Andalus conoció diversas extensiones, así como distintas formas de gobierno, no siempre uniformes para todo el territorio.
Durante el primer periodo, conocido como emirato dependiente de Damasco, al-Andalus fue gobernada por veinte emires nombrados por el califa omeya.
Tras este periodo, y con la llegada de Abd al-Rahman (I), príncipe omeya, que decidió refugiarse en esta tierra, huyendo de la matanza que los abbasíes llevaron a cabo contra su familia para hacerse con el control del imperio musulmán, al-Andalus se convierte en un territorio independiente del resto del imperio.
Cuando se proclama el Califato Omeya de Córdoba, en el año 929, el territorio andalusí había perdido parte de su extensión frente a los cristianos del norte, aunque sigue controlando buena parte de la Península. Los enfrentamientos a los que la administración andalusí tuvo que hacer frente, no sólo fueron externos, sino también internos, ya que la diversidad y complejidad de la sociedad provocaba revueltas y rebeliones que el Estado debía contener. Pese a todo, durante el siglo X, al-Andalus vivió una época de tranquilidad, lo que permitió que se alcanzara el máximo esplendor cultural.
A esta brillante etapa le siguió el periodo de Taifas, en el que el territorio andalusí se dividió en múltiples reinos independientes. Con la llegada de almorávides y almohades, al-Andalus se volvió a unificar administrativamente, pero su extensión se fue reduciendo, conforme se producía el avance de los reinos cristianos.

ALMOHADES 

A mediados del siglo XIII, al-Andalus se circunscribía prácticamente al Reino Nazarí de Granada, cuya extensión abarcaba las actuales provincias de Granada, Almería, Málaga e, incluso, parte de Cádiz, Córdoba y Jaén. Este reino fue disminuyendo, a su vez, hasta desaparecer en 1492.
Como se puede observar, al-Andalus llegó a ser mucho más y mucho menos extensa que la actual comunidad andaluza.
Una respuesta sencilla sería decir que los habitantes de al-Andalus, eran los andalucíes  (siempre teniendo en cuenta la extensión que ocupaba en cada periodo).
La mayoría eran musulmanes, que no árabes. Los árabes, es decir, aquellos que vinieron de Arabia, eran una minoría que gozaba de grandes privilegios.
En su mayoría estaba constituida por bereberes procedentes del norte de África. También hubo una importante población no musulmana de procedencia eslava y del África subsahariana, los esclavos.
Junto a éstos, convivían también los pobladores de la Península, visigodos e hispano-romanos que se quedaron en este territorio, gobernado por los musulmanes. Entre ellos había judíos y cristianos. De los últimos, algunos decidieron mantener su religión, y otros se convirtieron al Islam. Los actos de conversión se generalizaron poco a poco, de modo que a principios del siglo XIII ya no quedaban comunidades cristianas autóctonas en al-Andalus.


REINO NAZARÍ DE GRANADA (1280-1492)
¿al-Andalus es Andalucía? Como hemos podido observar sería totalmente desacertado realizar esta equiparación.
Según se ha expuesto, el conjunto de la población andalusí iba mucho más allá de zonas geográficas concretas, etnias o religiones, por lo que, también sería desafortunado realizar esta identificación.
Por otro lado es erroneo también decir que esuvieron en España 800 años. Habría que decir en que zonas, y quines eran, porque los que llegaron en el 711 se disolvieron en el 1031. Es decir que dominaron ese territorio 320 años. Y del resto muchos eran vasallos de los reinos cristianos (como Granada de Castilla), y fueron desapareciendo paulatinamente. Además que ellos mismos tuvieron dos invasiones de otras tribus, los Almorávides y los Almohades.

EL PRINCIPE NEGRO EN CASTILLA

Eduardo de Woodstock nació el 15 de junio del 1330 en Woodstock cerca de Oxford, siendo el hijo mayor de Eduardo III de Inglaterra y Felipa ...