miércoles, 18 de enero de 2017
FINALES DEL XVI Y PARTE DEL XVII
No se pondría el sol, pero las dos bancarrotas sufridas en tiempos de Felipe II no nos las quitó nadie. Y es difícil de entender que una nación poderosa, con las enormes riquezas que venían de América fuese tan deficitaria. Los Austrias defendieron la religión católica como nadie lo ha hecho en la historia. Y el precio fue altísimo. Desangrados por las guerras exteriores además, en vez de promocionar la industria, incrementar las ventas, pues el oro y la plata americanos nos hicieron perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro. Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en vino y putas o su equivalente. Pensemos que la novela picaresca surgió en esas fechas, y con ser producto del siglo de oro, realmente era una crítica por un lado de las instituciones degradadas de la España imperial y por otro de las narraciones idealizadoras del Renacimiento. Fue una respuesta a las novelas heroicas mostrando la puta realidad del pueblo. El sórdido vivir de la gente sin clase, los miserables desheredados, los falsos o aprovechados religiosos y los conversos marginados. Por otro lado estaban los caballeros y burgueses enriquecidos que vivían en otra realidad, observada por encima de sus cuellos engolados.
La gente joven se piraba, como siempre, buscando oportunidades en donde sea, los Tercios o el Nuevo Mundo. Ahogados por la hidalguía corrupta y por el agua bendita, se anulaban las posibilidades de mejorar, y se buscaban la vida como sea.
La corrupción consentida o fomentada por burgueses, con un fisco que estrangulaba al que realmente trabajaba mientras dejaban libres de impuestos al noble o al eclesiástico. Pero el agricultor, el ganadero, el indio, medio esclavizado y analfabeto, el artesano, el comerciante y en fin todos aquellos que ponían el hombro de verdad son los que sostenían a duras penas a una enorme pléyade de holgazanes que iban arrastrando sus sables por los empedrados o las sotanas por las iglesias, dando además consejos de buen cristiano, de piedad y sacrificio. Con el pretexto que su bisabuelo había estado en la Guerra de Granada o en donde cojones sea y es así como el trabajo serio y honrado del día a día, cobró mala fama, era de gente sin preparación. Para colmo ha llegado hasta nuestros días porque los padres, madres y chavales prefieren estudiar “Dirección de Empresas” que acudir a la Formación Profesional.
De esta forma es como la golfería nacional, el oportunismo y la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, quien acabo como protagonista de la literatura en vez de serlo el valiente, digno u honrado. Por lo que el modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, El Buscón, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias.
El único hidalgo noble de corazón que voló por encima de todos ellos resultó ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos. Nunca hubo otra nación, salvo Francia un siglo después, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. Aquella España alumbró genios como Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto. Imagina amigo, que en las calles de Madrid se cruzaban Lope con Gongora, Cervantes con Quevedo. Para morirse de orgullo.
Casi todos se envidiaron y odiaron a la vez que admiraron. Se dedicaron sonetos y versos varios. Sátiras de impresionante valor y belleza. Si todos ellos hubieran escrito en Londres o París serían hoy clásicos universales, y sus huellas seguirían buscándose como ejemplo. Habría monumentos en cada ciudad, y se les rendiría el honor justo a su genio.
Ahora viven en el mismo barrio, llamado el “de las letras”, una zona vieja como injusto homenaje a aquellos genios. Construyeron un monumento impresionante para que ahora lo tengamos como nuestro y de aquél que lo quiera ver un legado que usamos unos 550 millones de hispanohablantes.
Pero somos como somos y si no se lo creen por la otra costa del charco, pueden buscar por internet el puto barrio donde vivieron estos tíos, Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas. Nada, la mejor avenida de Madrid se llama Paseo de la Castellana, en vez de Paseo de Miguel de Cervantes Saavedra.
Seguro, que don Quijote, esto lo arreglaba en un plis, plás, y además le entendíamos.
Pero ahora ya estamos con Felipe III. “El Piadoso” era gato, es decir que madrileño, nació en Madrid, el día que más adelante se proclamaría la II República Española, es decir un 14 de abril, pero de 1578, y murió un 31 de marzo de 1621, fue rey de España y de Portugal desde el 13 de septiembre de 1598 hasta su muerte.
Hijo de Felipe II y de Ana de Austria, se casó con Margarita de Austria-Estiria. Era aficionado al teatro, a la pintura y, sobre todo, a la caza, delegó los asuntos de gobierno en manos de su valido, el duque de Lerma, que terminó siendo el primer corrupto absoluto de España. El poder del duque de Lerma fue inmenso, consiguió controlar el reino y tomar él solo todas las decisiones políticas entre 1599 y 1618. Fue sustituido por el duque de Uceda, al que limitó las funciones. Durante su reinado España incorporó algunos territorios en el norte de África y en Italia y alcanzó niveles de esplendor cultural. La pax hispánica se debió a la enorme expansión del Imperio y a los años de paz que se dieron en Europa de comienzos del siglo XVII, que permitieron que España ejerciera su hegemonía sin guerras. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras y el dinero fácil de América seguía entrando y malgastándose. Llegaba el oro y se iba como el agua, sin cuajar en cosa tangible real ni futura.
La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabrones.
Crear industrias, investigar, avances tecnológicos realmente como que no. A la Inquisición esos cambios le daban alergia.
El comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España a verlas venir. Para Felipe III los hechos más importantes se produjeron en 1609 con la firma de la tregua con los Países Bajos y la expulsión de los moriscos. El Duque era partidario de dejar las cosas como estaban pero la oposición, que mantenía sustanciosos negocios con comerciantes moriscos, terminó cuando el Rey prometió compensaciones económicas para los nobles que pudieran verse afectados por una eventual deportación masiva. Así que el pillo del duque pasó de defensor a impulsor del plan. Pero la cosa no quedó ahí, la corrupción era enorme y hubo una investigación que dejó a todos con el culo al aire. Empezaron a caer culpables e implicados, entre otros el valido del duque, don Rodrigo Calderón de Aranda, que fue ejecutado en la plaza Mayor de Madrid en 1621. No se manifestaron como el 15M, pero casi, y se desencadena una indignación con la consiguiente presión en contra del régimen, pero, hete aquí, que el duque que era malo malote, consigue mediante una estratagema propia de un arlequín, salvar su vida, solicita de Roma y consigue ser cardenal en 1618.
La diplomacia española funcionaba sobornando a “tuti le cuanti”, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Fondo de reptiles, que se llama, donde los más rápidos para los recados no tuvieron más remedio que forrarse, el primero en mismo duque de Lerma, tan incompetente y cabrón que luego, al jubilarse, se hizo cardenal, claro, para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Al mismo tiempo que el rey le da permiso para retirarse a sus propiedades de la ciudad de Lerma. Murió en Valladolid en 1625, retirado de la vida pública. Corrió por Madrid una copla que decía: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado».
La corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad era para mantener el ejército, y la deuda del Estado con banqueros y proveedores extranjeros alcanzaba la cifra de setenta millones de castañas.
Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso el bautizo y el tocino por las bravas. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se habían sublevado en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se las llevaron todas juntas. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. Y al fin, con el pretexto de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. En el momento de la expulsión un 33% de los habitantes de Valencia eran moriscos. Desde la perspectiva económica se trató de un duro golpe para muchas regiones españolas, pues no constituían nobles, hidalgos, ni soldados, supuso una merma en la recaudación de impuestos, y para las zonas más afectadas (se estima que en el momento de la expulsión un 33% de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos) tuvo unos efectos despobladores que duraron décadas y causaron un vacío importante en el artesanado, producción de telas, comercio y trabajadores del campo. Si bien los perjuicios económicos en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la despoblación agravó la crisis demográfica de este reino que se mostraba incapaz de generar la población requerida para explotar el Nuevo Mundo y para integrar los ejércitos de los Habsburgo, donde los castellanos conformaban su élite militar.
Los moriscos, por otra parte, no se disolvieron en el mar y aquellos que sobrevivieron a los episodios de violencia que acompañaron su expulsión terminaron dispersados por el norte de África, en Turquía, y otros países musulmanes. Muchos campesinos moriscos se vieron obligados, entonces, a convertirse en piratas berberiscos que usaron sus conocimientos de las costas mediterráneas para perpetrar durante más de un siglo ataques contra España.
Felipe III pudo ver el cénit de España ya que alcanzó su máxima extensión territorial y consiguió un papel fundamental en los conflictos militares de gran envergadura.
Felipe III. Retrato de 1617 por Pedro Antonio Vidal. Museo del Prado, Madrid
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