sábado, 12 de abril de 2025

EL PRINCIPE NEGRO EN CASTILLA

Eduardo de Woodstock nació el 15 de junio del 1330 en Woodstock cerca de Oxford, siendo el hijo mayor de Eduardo III de Inglaterra y Felipa de Henao (1314-1369). El príncipe recibió su primera armadura con sólo siete años y de hecho, resultaría ser uno de los guerreros más grandes que jamás haya producido Inglaterra.


Con quince años fue armado caballero. Era el 12 de julio de 1345, él era el primogénito. Pasó a la historia con el apodo de “Príncipe Negro”, después de su muerte en referencia al color de su armadura. Lucho con su padre en la Guerra de los Cien Años, enfrentándose a Francia en los siglos XIV y XV. El trono de Francia recaía en Felipe VI de Valois. En realidad es que el rey inglés se negaba a rendir vasallaje al que era su señor natural. El Príncipe Negro usaba ropas con los distintivos de las casas reales de Francia y de Inglaterra. El yelmo lo adornaba con el león de la casa de los Plantagenet. Los cuarteles decorados sobre fondo azul a lado de los tres leopardos era una demostración pública de las pretensiones inglesas sobre el trono de Francia. Con su padre vencieron en la batalla de Crécy y con dieciséis años no pudo tener mejor bautismo de fuego. Al año siguiente conquistaron Calais, que fue donde se instituye la Orden de la Jarretera. Otra resonante victoria se saldó con la prisión del rey Francés Juan II y las operaciones militares terminaron en 1360. Durante la paz que siguió el tratado de Bretígny, el príncipe negro dirigió sus pasiones marciales, hacia Castilla, en España. 



Pedro I el cruel

En 1367 vino a Castilla a ayudar a Pedro I el cruel a luchar contra su hermanastro Enrique de Trastámara que se había coronado rey de Castilla. La reputación ambigua de Pedro está indicada por sus apodos contrastantes: "el cruel" y "el justo". Se había arreglado que Pedro se casara con Juana la hija de Eduardo III de Inglaterra, pero ella había muerto en el camino cuando viajaba por una zona afectada por la peste negra. Enrique II de Castilla, por su parte, contó con el apoyo de los franceses. Entonces, en efecto, España se convirtió en un escenario para que Inglaterra y Francia continuaran su rivalidad sin luchar en el territorio de ninguna de las partes.
Pedro pidió ayuda a Eduardo, príncipe de Gales y a cambio prometió entregarle el Señorío de Vizcaya, incluyendo la villa de Castro Urdiales. Al principio pareció que esta alianza funcionaba. El ejército castellano-francés de Enrique fue derrotado por fuerzas inglesas en la batalla de Nájera,(abril de 1367). Después de la batalla, Eduardo incluso logró capturar y vender por un rescate masivo a uno de sus rivales por el título del mejor caballero de todos los tiempos, Bertrand (Beltrán) du Guesclin, "el águila de Bretaña" (1320- 1380) Eduardo había permitido que Du Guesclin, diera el monto de su rescate, lo cual aceptó, eligiendo en vano la escandalosa cantidad de 100,000 francos. Pedro recuperó el trono castellano y el príncipe inglés pidió su recompensa. Pero entonces el rey Pedro le dijo que muy pronto todos los castillos y villas de Vizcaya le reconocerían como soberano pero en privado envió cartas a los caballeros de Vizcaya para que no reconocieran al inglés. La decisión quedó en manos de los linajes señoriales de Vizcaya. Si éstos hubiesen pensado que Vizcaya estaba oprimida por las armas por Castilla y no se hubiesen sentido castellanos tenían una oportunidad de oro para separarse de Castilla y de España para siempre. Pero hicieron todo lo contrario. Como indica el célebre historiador vizcaíno del siglo XIX Labayru, los caballeros vascos les dijeron claramente a los enviados ingleses que “Vizcaya nunca aceptaría como Señor a un príncipe extranjero”. El famoso cronista contemporáneo, el alavés Pedro López de Ayala afirma en su célebre “Crónica sobre este periodo de la historia de España: “el príncipe de Gales no ovo la tierra de Vizcaya por cuanto los naturales de la tierra sabían non placía al rey fuese aquella tierra del príncipe”. Es decir, los vizcaínos optaron por la lealtad a Castilla. Quedó bien clara de nuevo la hispanidad vasca y vizcaína.
Pedro demostró ser reacio o simplemente incapaz de pagarles a Eduardo y a su ejército, y el príncipe negro se llevó incluso su salud; probablemente malaria o tal vez un edema (hidropesía) que lo acosarían por el resto de su vida. Otra consecuencia desafortunada fue el descontento de sus súbditos en Aquitania que habían tenido que pagar fuertes impuestos para pagar toda la escapada. El príncipe negro recibió al menos un recuerdo de Pedro, la piedra que se conoce como el rubí del príncipe negro, en realidad se trata de una bala o espinela, pero considerada durante mucho tiempo un verdadero rubí. Esta piedra de forma irregular se colocó en varias coronas pertenecientes a las joyas de la corona británica y hoy ocupa un lugar de honor en el centro de la corona del estado imperial. Sin embargo, a pesar de las joyas y los rescates, Nájera fue a la vez una brillante victoria militar y un desastre financiero para el príncipe Eduardo. Para colmo los franceses tenían nuevo rey que había iniciado una campaña para expulsar a los ingleses de Francia. Sin embargo con tropas mercenarias logro defender las posiciones. Pero ya muy debilitado regresó a Inglaterra donde aseguró la sucesión a su hijo el futuro Ricardo II. Murió en junio de 1376, antes que su padre y después de ver como se derrumbaban sus conquistas.
La Orden de la Jarretera, según la leyenda proviene de una anécdota. En las fiestas realizadas por los sitiadores ingleses la princesa de Kent, futura esposa del Príncipe Negro, perdió una liga (jarretera), mientras bailaba con el monarca. El rey cogió la liga y se la colocó sobre su rodilla izquierda diciendo: “Honni soit qui mal y pense” (Mal haya quién piense mal).  La frase se convirtió en la divisa de la nueva orden que el rey tenía en mente crear y aún hoy se mantiene vigente. 


La corona británica distingue a algunos monarcas con la pertenecía a la Orden.  En España se concedió a Alfonso XIII y a Juan Carlos I y a Felipe VI. 

jueves, 10 de abril de 2025

ATENTADO A CARRERO BLANCO

Era el Presidente del Gobierno y hombre fuerte del régimen. Acude como cada mañana a misa en la iglesia de los Jesuitas de la Calle de Serrano. Él no lo sabe, pero el hombre que comulga detrás de él es Arriaga, miembro de un comando de ETA que lleva meses planeando su secuestro, y, posteriormente, su asesinato.


El 20 de diciembre de 1973, Carrero sale de la iglesia y sube al Dodge oficial para dirigirse a su despacho. Al pasar junto al número 104 de la calle de Claudio Coello, el coche salta por los aires, volando literalmente por encima del edificio y cayendo en el patio de manzana del mismo. 100 kilos de GOMA-2 en un túnel excavado debajo de la calzada acaban con la vida del almirante, de su escolta y del conductor del vehículo.
El día anterior al atentado, Carrero Blanco había recibido al Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. Según parece, el encuentro estuvo marcado por las profundas diferencias entre ambos respecto al futuro político del país.
Aquí se establece una hipótesis algo extraña, es la que señala que se observe que la embajada americana está exactamente enfrente de la iglesia del atentado. Si bien la explosión se produjo en la calle de atrás a la de Serrano, en Claudio Coello.
Los terroristas habían alquilado un semi sótano cercano en el número 104 de la calle Claudio Coello: "Deciden que la única persona que esté en el sótano, que dé la cara y que sea vista por los vecinos y por el portero sea el falso escultor", explica el periodista Manuel Cerdán sobre esta tapadera que serviría para justificar el ruido de excavar un túnel de 7 metros sin alertar a nadie. "Calculan que en tres días iban a hacerlo, cuando se encuentran muro de hormigón, ladrillos, escape de gas, creen que no van a llegar", señala.


A las 9:25 acaba la misa. Carrero Blanco sigue cumpliendo riguroso su rutina y sale de la iglesia para subirse a su Dodge negro sin blindar y volver a su casa, pero su ruta encara la calle Claudio Coello, donde hay un obstáculo inesperado colocado por ETA: "Colocan el coche en doble fila para que cuando pasara el automóvil de Carrero tuviera que ir por ahí sí o sí", detalla Cerdán.
A las 9:36, el coche de Carrero Blanco entra en la calle Claudio Coello y cuando alcanza la marca, “Argala”, el líder del comando, acciona el detonador. "Literalmente el coche desaparece porque salta un edificio entorno a los 30/35 metros y va a aparecer al patio interior del colegio de los jesuitas", apunta Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco
Arriaga se había entrevistado un año antes con el conocido como “hombre de la gabardina blanca”, un misterioso personaje que le proporcionó información sobre los itinerarios y costumbres del almirante. Nadie ha desvelado nunca su identidad.
El único que podría haberlo hecho, el propio Arriaga, fue asesinado en 1978 por un grupo de militares que se ocuparon así de vengar la muerte del almirante.
ETA acabó con las  vidas del presidente  del  Gobierno  franquista,  su  chófer  y  su  escolta.  Tuvo  importantes consecuencias tanto para la dictadura como para la banda terrorista. Basándose en las fuentes disponibles, los historiadores han elaborado un relato bastante verosímil de los acontecimientos. Sin embargo, el hecho de que ETA hubiese logrado asesinar a una figura tan prominente, algunos cabos sueltos en la investigación policial y la ausencia de una sentencia dieron pie a todo tipo de especulaciones.


Carrero era el “número 2” de Franco, el personaje principal de la dictadura, pero no tenía “familia” política. Su función era la de servir de equilibrio a las presiones encontradas de esas. Cuando murió, las facciones del franquismo se desarticularon y cada una respondió a su manera a aquello de “Después de Franco, ¿qué?”, y, desunidas, lo hicieron con mayor debilidad. El atentado imposibilitó un franquismo sin Franco, representado en el almirante, pero nada más.
Ni ETA ni nadie podía saber qué depararía el futuro; no estaba en sus manos. El magnicidio alteraba el impase del tardofranquismo, pero la respuesta de ese no era previsible.
 

martes, 8 de abril de 2025

INDUSTRIALIZACIÓN DEL VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA.

Las primeras industrias de América tuvieron su origen en el siglo XVII. Las industrias elaborativas se entiende, pues las extractivas como la minería se explotaron inmediatamente después del descubrimiento.
América alcanzó un alto grado de progreso industrial: por lo menos desde el siglo XVII, hasta que el imperio español tembló al terminar el XVIII. En esos años la América española había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a bastarse a sí misma, a la autarquía (autosuficiencia).
El monopolio no tuvo como mira la formación de una industria americana autóctona. El monopolio fue creado por causas militares principalmente.


 En 1588 el poderío marítimo español bajó con el desastre de la Gran Armada en Inglaterra. Por lo que España estableció el régimen de galeones, que convenientemente custodiados partían de un puerto único americano, generalmente Santo Domingo, e iban hacia otro puerto único español, casi siempre Cádiz. La carencia de suficientes navíos de guerra como para custodiar el tráfico comercial libre entre la metrópoli y sus colonias, en esos mares infestados de bucaneros piratas ingleses y holandeses, obligaba a la navegación en convoy como único medio de mantener una comunicación entre las distintas partes del imperio español.
Ya de por sí la reducción del comercio hispanoamericano a una flota anual de galeones, y años hubo que no partió ninguno, transportando hasta Puerto Bello los productos destinados a Nueva Granada, Venezuela, Perú, Chile y Río de la Plata, aminoró extraordinariamente la dependencia hacia España de la economía americana. América tuvo entonces que producir lo que en la península no podían enviarle. Pero a la dificultad en el transporte se unió otra causa: las ideas de los economistas españoles del siglo XVII. Pues España atravesaba desde mediados del XVI una fuerte crisis, traducida en el alto valor que alcanzaron todas las mercaderías: los medios de subsistencia se elevaron en grado sumo.
En realidad el comercio hispanoamericano en los tiempos de los galeones quedó reducido al transporte del oro y la plata de América a España, y al regreso de esos barcos llevando el mismo peso en los pocos, poquísimos, efectos ibéricos que no podían producirse en América.
Por lo tanto América tuvo que bastarse a sí misma. Y ello le significó un enorme bien: se pobló de industrias para abastecer en su casi totalidad el mercado interno. Malaspina, escritor del siglo XVII, nos dice que “el movimiento fabril de México y el Perú eran notables”. Habla de 150 “obrajes” en el Perú, que a 20 telares cada uno, daban un total de 3.000 telares. Y Cochabamba, según Tadeo Haenke, naturalista y geólogo alemán, consumía de 30 a 40 mil arrobas de algodón en sus manufacturas.

Los “obrajes” talleres de hilados y tejidos, se encontraban organizados en su mayoría de acuerdo al tipo de trabajo artesanal: con sus maestros, oficiales y aprendices, y requiriéndose haber pasado los dos grados inferiores y rendido el examen de “obra maestra”, para lograr con el título de maestro la licencia de regentear un obraje. No fue el único tipo de producción colonial. Algunos encomenderos de indios emplearon la mano de obra de éstos, debido a la carencia de oficiales españoles. Pero las “encomiendas industriales” constituyeron excepciones, toleradas solamente mientras se consolidaron los “obrajes” artesanales. El virrey del Perú, don Francisco de Toledo, reglamentó minuciosamente en 1601 el trabajo de los indígenas en las industrias manufactureras evitando cualquier abuso de los encomenderos. Y finalmente fue suprimido por varios decretos y ordenanzas reales. En cambio en las reducciones y misiones, los obrajes con mano de obra indígena fueron habituales, por cuanto constituían uno de los fundamentos mismos de la creación de tales establecimientos, que era la educación indígena tanto en las labores agrícolas como en las manuales. Así el producto de la industria indígena recaía exclusivamente en beneficio de las mismas reducciones y misiones.
Los esclavos no eran empleados habitualmente en faenas industriales. En primer lugar la esclavitud no fue normalmente permitida en la América hispana hasta la guerra de Sucesión, cuando Inglaterra impuso en el tratado de Utrecht de 1713 el derecho a establecer sus “Asientos de negros” en puertos del Atlántico. Los pocos esclavos que hubo antes de esa fecha, tolerados por los funcionarios españoles; que no permitidos por las Leyes de Indias, se filtraron de las colonias inglesas del norte, y las portuguesas del sur. Estos pocos esclavos no nos permiten suponer que la esclavitud fue regularmente admitida antes de 1702, y así encontramos que el modesto “asiento de negros” portugués, que las autoridades bonaerenses toleraron en el siglo XVI, fue clausurado estrepitosamente por la superioridad española.

Los negros esclavos no eran mayormente aptos para labores industriales. Fueron empleados de preferencia en la agricultura; y en el Río de la Plata, donde no existía mayor agricultura, destinados casi exclusivamente a tareas domésticas. Algunos realizaban pequeñas confecciones caseras, y otros fueron empleados en talleres, rescatando con sus jornales el precio de su libertad. Pero la protesta de los trabajadores libres, así como la resolución que el Cabildo de Buenos Aires tomó sobre ellos nos demuestra que el caso no era muy común ni constituía la tan manida “explotación de los esclavos”, lugar repetido por algunos escritores antiespañoles.
La práctica de los gremios, no las Leyes de Indias, había exigido a los maestros zapateros y plateros, presentaran “informaciones sobre limpieza de sangre”. En el siglo XVIII estas informaciones fueron suprimidas, admitiéndose a cualquier trabajador americano, a condición de haber aprobado su examen correspondiente, para que pudiese optar al grado de maestro y abrir su taller. De esta manera los negros o indios libres pudieron dedicarse también a la industria si poseían aptitudes para ello. Además de los talleres manufactureros, hallamos al iniciarse el siglo XIX las fábricas de derivados de la ganadería: saladeros, curtiembres, jabonerías, la “fábrica de pastillas de carne” del conde Liniers en Buenos Aires, etc. La fábrica tenía características propias del pequeño capitalismo: en lugar del maestro que trabajaba junto a los oficiales y aprendices, encontramos al patrón capitalista vigilando la labor de sus obreros por medio del capataz técnico.
Esta técnica, tanto en los primitivos obrajes como en las posteriores fábricas, fue la habitual en sus respectivos tipos de producción. La maestría del artesano tuvo que suplir la falta de herramientas adecuadas, pero los productos podían en buena ley competir con sus similares europeos, y en algunas industrias, platería, tejidos, llegaron a superar, por el arte de su confección, a las propias mercaderías extracontinentales.
No tenía España barcos suficientes para vigilar las costas del Atlántico sur, ni podían los modestos gobernadores de Buenos Aires correr con sus botes a los poderosos navíos extranjeros que anclados en las Conchas, la Ensenada o en el mismo puerto, ejercían impunemente el contrabando. Y este contrabando, imposible de perseguir, acabó siendo tolerado: el viajero francés Azcárate de Biscay vio en 1658 en el puerto de Buenos Aires a 22 buques holandeses cargando cueros. Desde 1680 la Colonia constituyó un verdadero nido de contrabandistas.

Finalmente las autoridades miraron para otro lado y fue el contrabando tan tolerado, que la Aduana no fue creada en Buenos Aires sino en Córdoba -la llamada Aduana seca de 1622- para impedir que los productos introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires compitieran con los industrializados en el norte.
Hubo así dos zonas aduaneras en la América hispana: la monopolizada y la franca. Aquélla con prohibición de comerciar, y ésta con libertad -no por virtual menos real- de cambiar sus productos con los extranjeros.
Y aquella zona, la monopolizada, fue rica y llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad.
Y eso que Buenos Aires tenía una fortuna natural en sus ganados cimarrones que llenaban la pampa.
Los contrabandistas se llevaban los cueros de estos cimarrones dejando en cambio sus alcoholes y sus abalorios (fue entonces cuando los holandeses introdujeron la ginebra).
El dinero, a no ser el oro y la plata filtrados por Córdoba, entraba muy poco en estas transacciones. Los cueros se cotizaban en reales, pero se pagaban en especie: de más está decir que los reales pagados por cada cuero eran harto insuficientes, mientras que los abonados por cada litro de ginebra o cada metro de paño inglés, sumamente considerables.
Inglaterra y otras potencias europeas realizaron un intenso contrabando en el Río de la Plata, que acabó perjudicando el desarrollo de su industria.
Buenos Aires, entregando los cueros de su riqueza pecuaria por productos extranjeros, no tuvo industrias dignas de consideración. Era tan poco rica, que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España. Antonio de León Pinelo, escribiendo en 1629, se quejaba de la enorme miseria de la zona bonaerense: Buenos Aires era para él, la ciudad “tan remota como pobre”.

Pero no solamente no hubo industrias a causa de la fácil introducción de los productos europeos, sino que los contrabandistas acabaron por extinguir el ganado cimarrón, la gran riqueza pampeana. Los permisos de vaquerías otorgados en un principio libérrimamente por el Cabildo a todo vecino accionero que trocaba, cueros por mercaderías contrabandeadas, acabaron por ser mezquinados. En 1661 se informa que la hacienda se ha retirado a 50 leguas de la ciudad. En 1700 se cierran nuevamente las vaquerías, esta vez por 4 años; en 1709 nuevo cierre durante un año; en 1715, otro cierre de 4 años.
El contrabando había terminado con la única riqueza bonaerense. La formidable mina de cuero de la pampa hallábase agotada, pues desde esa última fecha -1715- ya no se otorgaron más permisos para vaquear; no es que se hayan cerrado las vaquerías, es que nadie tuvo empeño en internarse hasta las Salinas tras un rodeo cada vez más ilusorio.
Y en 1725, cuando se instala en Buenos Aires el “Asiento inglés de negros” a raíz del tratado de Utrecht, con la facultad de cambiar negros exportados de Angola por los cueros famosos de la pampa, encontrárnosle los negreros sin la riqueza que esperaban: los contrabandistas ya se la habían llevado.
El tratado de Utrecht de 1713, que puso fin a la guerra de sucesión de España, significó prácticamente la repartija de ésta entre Francia, Inglaterra y Austria. Si Francia conseguía colocar un príncipe francés en el trono de Carlos II, Austria se quedaba con Italia y el Flandes Español, e Inglaterra con Gibraltar, Menorca y muy buenos privilegios comerciales: entre estos, la facultad de importar negros a la América española, mercándolos por productos autóctonos. Fue a raíz de ellos que se establecieron los “asientos de negros” en los puertos hispanoamericanos del Atlántico, por donde, juntamente con el comercio lícito de africanos, se deslizó el ilícito de efectos ingleses.


Pero la industria anglosajona a principios y mediados del siglo XVIII, carecía de las condiciones necesarias para apoderarse del mercado americano. Si bien la fabricación vernácula era aún primitiva, y su técnica no pasaba de ser rudimentaria. La industria vitivinícola es próspera en San Juan, Mendoza, La Rioja y Catamarca.
En tejidos Cochabamba era el centro fabril de todo el Alto Perú; los algodonales de Tucumán facilitaban la materia prima, que era elaborada en la ciudad del altiplano, proveyendo a los mineros de Potosí y a casi toda la población del norte. Centros importantes de esta industria fueron también Corrientes, donde el informe de su representante en el consulado nos dice que en 1801 “hubo individuo que acopió y remitió a Buenos Aires más de 1.500 ponchos y frazadas. Catamarca, donde “no hay casa ni rancho en todo su distrito que no tenga uno o dos telares con su torno para hilar, y otro para desmotar el algodón. Tucumán elabora tejidos con sus propios algodones, y también Córdoba, Salta y Santiago del Estero encontraron su principal riqueza en la industria de los telares domésticos .
Paraguay y Corrientes eran famosos por sus astilleros, donde se construían hasta navíos de ultramar.
Las grandes carretas de Mendoza y aquellas un poco menores de Tucumán proveían los medios de transporte más usuales para el tráfico interno. También las mulas, criadas en Santa Fe y Entre Ríos, eran empleadas principalmente para la conducción de los barriles de vino. Corrientes fue famosa por sus talleres de arreos y talabarterías. Buenos Aires por sus platerías y después del tratado de Utrecht, abolido el monopolio y en su consecuencia reducido el contrabando, destacó por sus artesanos del cuero, especialmente zapateros, lomilleros y talabarteros.
Tucumán producía en abundancia algodones y arroz; La Rioja, Catamarca y Salta aceites de oliva de tan buena calidad y tan importante cantidad, que amenazaban la clásica riqueza española de olivares. Cereales y productos de huerta, se daban en las “quintas” de todas las ciudades, especialmente Buenos Aires. Esta última conservaba su preeminencia ganadera, pese a la extinción de los cimarrones.
El virreinato se abastecía a sí mismo, no obstante las trabas que se opusieron a su desenvolvimiento industrial. No tuvo la industria incipiente las características que alcanzó en México o en el Perú; claro es que los modestos talleres coloniales se manejaron con una técnica primitiva en donde la habilidad del artífice tenía que suplir los defectos de las herramientas y utensilios.
Una correcta política económica hubiera desarrollado convenientemente estas industrias, y así como ellas proveyeron a las modestas necesidades del XVIII, lo hubieran podido hacer con las más complejas del XX. Las industrias criollas habrían crecido paralelamente con el crecimiento de la Argentina, si la mayoría de los gobernantes no hubieran hecho precisamente lo contrario de lo que debieron hacer. Y esa industria Argentina del XIX , ya en manos de argentinos, y dando trabajo a obreros no solamente no tuvo protección alguna fiscal, sino que fue perseguida como expresión de un pasado colonial indeseable, y muestra de una política económica reñida con el liberalismo del siglo XIX.
Es cierto que América se integraban a igualdad con los reinos de España el poderoso imperio hispano; que unas se manejaban por el Consejo de Indias y los otros por el de Castilla o Real; que en unos regía la legislación indiana y en los otros la peninsular. Pero esto ocurrió durante la dinastía de los Austria, hasta el tratado de Utrecht (1713) que puso fin a la guerra de sucesión y señaló el advenimiento de la dinastía Borbón. Hasta 1713, pues, “puede hablarse con propiedad de “período hispánico”.
Pero después de Utrecht la concepción francesa sustituyó a la española. Los reinos de Indias se transforman en colonias de América (“América” era la designación inglesa, francesa y portuguesa para el continente que los españoles habían llamado “Indias Occidentales”). La centralización borbónica anuló al Consejo de Indias -cuyas funciones esenciales pasaron al cortesano -Secretario del Despacho Universal-, e hizo letra muerta de la legislación indiana. El tratamiento que se dio a “América” fue semejante al que tenían las “colonias” francesas de Canadá y Luisiana. Fueron dependencias de la metrópoli, y no reinos autónomos. Hasta la voz “criollo” (corrupción del creole francés) con el significado peyorativo que tenía en Francia, fue introducida en el lenguaje corriente.
En Utrecht puede encontrarse la raíz del movimiento de independencia que se exteriorizó (a lo menos en 1810) como un choque entre el viejo autonomismo indiano contra el reciente centralismo borbónico.
La autarquía absoluta es imposible. Independencia no es autarquía. Una nación puede vivir del comercio internacional importando alimentos, y materias primas, y exportando mercaderías elaboradas, y sin embargo, tener la más absoluta independencia económica. Que es el caso de Inglaterra. Para ello precisa poseer capitales, marina mercante, ferrocarriles, seguros, etc., que la hagan dueña virtual de su intercambio. Pero tampoco autarquía significa necesariamente independencia. Puede una nación producir lo imprescindible dentro de sus fronteras sin ser dueña de su economía.

sábado, 5 de abril de 2025

CREACIÓN DE GRAMÁTICAS DE LENGUAS AMERINDIAS

La puñetera leyenda negra ha esparcido, entre otros bulos, que el Imperio español persiguió y condenó al olvido a la lenguas indígenas americanas hasta su práctica desaparición. Es falso, fue todo lo contrario. Hay que destacar que sí hubo diversos esfuerzos por parte de las autoridades españolas durante algunos períodos en promover y fomentar el uso oficial de algunas de estas lenguas. Prueba de ello son las publicaciones de las gramáticas en lenguas indígenas como el náhuatl o el quechua, entre otras muchas.


El colegio de Santa Cruz fundado por franciscos en agosto de 1533 en Tlatelolco (actual México), tuvo como principal objetivo la preparación de jóvenes indígenas para el sacerdocio. En este colegio, los sacerdotes utilizaban tres idiomas: español, náhuatl y latín. Durante los 70 años de su funcionamiento, esta institución produjo numerosos pensadores indígenas que ocuparon las esferas de la intelectualidad del Virreinato de Nueva España. Entre ellos encontramos al ilustre Andrés de Olmos, quien fuera el autor de la primera gramática publicada de náhuatl en 1547 titulada el Arte de la lengua Mexicana. De esta manera, el náhuatl se convirtió en la primera lengua indígena en poseer una gramática, antes incluso que el francés.
A pesar del trabajo desarrollado por estos religiosos, el monarca Carlos I prohibió la enseñanza del náhuatl en los territorios de Nueva Galicia (actuales estados de Aguascalientes, Guanajuato, Colima, Jalisco, Nayarit y Zacatecas) en 1550 al considerarla una práctica peligrosa. Sin embargo, su sucesor en el trono Felipe II fue convencido por los franciscanos de la importancia de esta lengua para enseñar a la población indígena. Como consecuencia de este hecho, este rey emitió una cédula real o decreto en 1570 con el objetivo de convertir el náhuatl en el idioma oficial de Nueva España y así facilitar la comunicación entre la comunidad indígena.
A través de esta medida, la enseñanza en náhuatl se extendió hasta las actuales tierras de El Salvador. Es por esta razón por la que muchas zonas conservan sus nombres en esta lengua a pesar de que no se utilizaba por la comunidad indígena antes de la conquista. Durante los siglos XVI y XVII, el náhuatl se convirtió en el lenguaje literario escrito. Es de destacar la labor del sacerdote franciscano Bernardino de Sahagún quién compiló una obra etnográfica masiva sobre los nahuas, conocida actualmente como el Códice florentino. Fernando Alvarado Tezozómoc escribió su historia seminal de Tenochtitlan, llamada la Crónica Mexicayotl. Otros autores se encargaron de recopilar canciones en náhuatl y publicaron diccionarios y gramáticas. Se llegó incluso a traducir la Biblia, pero quizás la obra más importante sea el texto náhuatl del Huēyi Tlamāhuizōltica, que narra la aparición de la Virgen de Guadalupe en la colina de Tepeyac. La importancia que se le dio al estudio de las lenguas indígenas fue fundamental, tal y como afirma Santiago Muñoz Machado: “Tan solo en México a fines del siglo XVI se publicaron 109 obras dedicadas a las lenguas indígenas.” Santiago Muñoz Machado, es el director de la Real Academia Española.


Durante 150 años, el uso del náhuatl escrito fue muy intenso utilizándose en testamentos, obras de teatro, poemas, himnos religiosos y otros documentos. Hasta la misma Sor Juana Inés de la Cruz compuso un par de poemas en esta lengua. No obstante, no todos compartieron esta visión. En 1696, el rey Carlos II de España, el último de las dinastía de los Habsburgo, prohibió en sus dominios el uso de cualquier idioma que no fuera el español. Más tarde, Carlos III trató de borrar la impronta del náhuatl en la literatura y en la vida pública. Hoy en día, ciertas personas ven al náhuatl como un contrapeso a la lengua española impuesta por los conquistadores. Sin embargo, de alguna manera este idioma también se extendió a otras zonas como resultado de la política imperial del Virreinato.
En la región de los Andes, se hablaba multitud de lenguas antes de la conquista española. A mediados del siglo XVI convivían diferentes idiomas como el quechua, el aimara, el mochica, el puquina, entre otros. Este plurilingüismo suponía un obstáculo para la evangelización de los pueblos indígenas. Por esta razón, los misioneros españoles concedieron prioridad al idioma quechua para la enseñanza y la promoción de la evangelización. Prueba de ello, es la publicación en 1560 en Valladolid de la “Grammatica o arte de la lengua general de los indios de los reynos del Perú” y Lexicón o vocabulario de la lengua general del Perú por el misionero español Domingo de Santo Tomás. Esta obra fue escrita mientras este religioso cuando se encontraba en la parroquia de Santo Domingo de Real Aucallama en el valle de Chancay (actual provincia de Huaral).
El objetivo de la gramática de Domingo de Santo Tomás era doble, por una parte mejorar la comunicación entre los sacerdotes y los feligreses y por otro lado demostrar que el quechua no era una lengua ‘bárbara’ como algunos escépticos afirmaban sino que poseía una complejidad similar a la del latín o el español. El estudio de esta lengua provocó que se extendiera a otras zonas donde no se hablaba con anterioridad. En 1580, el rey Felipe II emitió una cédula real por la cual se creaban cátedras de lenguas indígenas en las Universidades de Lima y México. El conocer dichas lenguas se convirtió en un requisito indispensable para ejercer de predicador. Los sacerdotes no sólo compusieron doctrinas cristianas o sermones, sino que también procedieron a estudiar todo lo relacionado con la estructura del quechua.

UNIVERSIDAD DE SAN MARCOS-LIMA- (1551)
Primera Universidad del Continente americano

Más delante en 1586, salió a la luz el Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada Quichua, y en la lengua Española, una de las primeras obras impresas en Lima por Antonio Ricardo. Posteriormente, el jesuita Diego González Holguín publicó en 1607 Gramática y arte nueva de la lengua general de todo el Perú, llamada lengua Qquichua, o lengua del Inca. Los misioneros tomaron como referencia las descripciones que existían en latín, aunque ello no significó que siguieran estrictamente el marco teórico grecolatino pues se trataba de describir lenguas no indoeuropeas. A partir de la redacción de las primeras gramáticas, se fueron sucediendo otras muchas inspiradas en sus predecesoras. Todo ello ocasionó que el quechua no cayera en el olvido durante la época virreinal. Posteriormente, la expulsión de los jesuitas en 1767 bajo el reinado de Carlos III tendría grandes consecuencias para las comunidades indígenas. La política de la dinastía borbónica primó el uso del español sobre otras lenguas, algo que imitarían las nuevas repúblicas nacidas tras la emancipación de Hispanoamérica hasta tiempos más recientes.
Además del náhuatl y el quechua, durante la época virreinal se publicaron otras gramáticas de lenguas indígenas tales como el aimara, el chaima, el guaraní, el totonaca, el otomí, el purépecha, el zapoteca, el mixteca, las lenguas maya, el mapuche y otras muchas.
Cuando España llega a América también funda escuelas y universidades pero no para difundir el castellano, sino las lenguas indígenas. No todas las lenguas indígenas, sino sólo aquellas que tenían mayor número de hablantes según las zonas, náhuatl, quechua, etc. De esta manera se conseguía simplificar la labor de los misioneros que sólo necesitaban aprender una lengua antes de trasladarse a América.
Esta actitud de la Corona española se debía a que el objetivo principal era su cristianización y consideraron que sería más fácil enseñarles la religión católica en su propia lengua que en español. Por ese motivo, cuando en 1800 se independizan de los virreinatos españoles, pocos son los hispanohablantes, solo los hijos de españoles, los criollos. Sólo cuando los nuevos gobiernos independientes establecen que el español es la lengua de las nuevas repúblicas empezará a aumentar el número de hispanohablantes en América.
Naturalmente, esta labor educativa estuvo acompañada de las publicaciones necesarias que hiciesen posible esa tarea.
La enorme cantidad de obras publicadas durante el Siglo de Oro destinadas a estudiar, sistematizar y difundir el español es equivalente a la cantidad de obras publicadas para estudiar, sistematizar y difundir las lenguas con las que entró en contacto el español en América.
Los primeros estudios sobre las lenguas indígenas americanas, seguían aproximadamente la estructura que Nebrija había dado a sus obras (que a su vez seguían la estructura de las gramáticas del latín y el griego): prosodia, morfología, sintaxis y ortografía. Sin embargo, se encontraron con grandes dificultades al intentar describir con estas normas grecolatinas unas lenguas que poseían estructuras absolutamente diferentes. Algunas de estas lenguas eran aglutinantes, por lo que se hacía difícil la descripción de la morfosintaxis; otras poseían fonemas nasales, guturales o tonales desconocidos en las lenguas indoeuropeas, lo cual dificultaba su transcripción gráfica por carecer de signos que representasen esos sonidos.
Problemas similares tuvieron los redactores de vocabularios y diccionarios al intentar describir con conceptos del español (español, árabe, latín, griego y hebreo) la realidad americana.
Hay que reconocer la habilidad de estos autores al conseguir acomodar las características de las lenguas nativas americanas dentro del molde grecolatino heredado de Nebrija. No obstante, podemos imaginar las limitaciones que tienen estas gramáticas y vocabularios a la hora de reflejar la gramática y el vocabulario de estas lenguas indígenas.

COLÓN Y LA FUERZA DE SU PASIÓN - (2)

En 1.484 Colón presentó al reino de Portugal su empresa de ir a las Indias Orientales por Occidente. Juan II le escuchó atentamente y quedó ...