Las primeras industrias de América tuvieron su origen en el
siglo XVII. Las industrias elaborativas se entiende, pues las extractivas como
la minería se explotaron inmediatamente después del descubrimiento.
América alcanzó un alto grado de progreso industrial: por lo menos desde el siglo XVII, hasta que el imperio español tembló al terminar el XVIII. En esos años la América española había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a bastarse a sí misma, a la autarquía (autosuficiencia).
El monopolio no tuvo como mira la formación de una industria americana autóctona. El monopolio fue creado por causas militares principalmente.
América alcanzó un alto grado de progreso industrial: por lo menos desde el siglo XVII, hasta que el imperio español tembló al terminar el XVIII. En esos años la América española había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a bastarse a sí misma, a la autarquía (autosuficiencia).
El monopolio no tuvo como mira la formación de una industria americana autóctona. El monopolio fue creado por causas militares principalmente.
En 1588 el poderío marítimo español bajó con el desastre de la
Gran Armada en Inglaterra. Por lo que España estableció el régimen de galeones,
que convenientemente custodiados partían de un puerto único americano,
generalmente Santo Domingo, e iban hacia otro puerto único español, casi
siempre Cádiz. La carencia de suficientes navíos de guerra como para custodiar
el tráfico comercial libre entre la metrópoli y sus colonias, en esos mares
infestados de bucaneros piratas ingleses y holandeses, obligaba a la navegación
en convoy como único medio de mantener una comunicación entre las distintas
partes del imperio español.
Ya de por sí la reducción del comercio hispanoamericano a una flota anual de galeones, y años hubo que no partió ninguno, transportando hasta Puerto Bello los productos destinados a Nueva Granada, Venezuela, Perú, Chile y Río de la Plata, aminoró extraordinariamente la dependencia hacia España de la economía americana. América tuvo entonces que producir lo que en la península no podían enviarle. Pero a la dificultad en el transporte se unió otra causa: las ideas de los economistas españoles del siglo XVII. Pues España atravesaba desde mediados del XVI una fuerte crisis, traducida en el alto valor que alcanzaron todas las mercaderías: los medios de subsistencia se elevaron en grado sumo.
En realidad el comercio hispanoamericano en los tiempos de los galeones quedó reducido al transporte del oro y la plata de América a España, y al regreso de esos barcos llevando el mismo peso en los pocos, poquísimos, efectos ibéricos que no podían producirse en América.
Por lo tanto América tuvo que bastarse a sí misma. Y ello le significó un enorme bien: se pobló de industrias para abastecer en su casi totalidad el mercado interno. Malaspina, escritor del siglo XVII, nos dice que “el movimiento fabril de México y el Perú eran notables”. Habla de 150 “obrajes” en el Perú, que a 20 telares cada uno, daban un total de 3.000 telares. Y Cochabamba, según Tadeo Haenke, naturalista y geólogo alemán, consumía de 30 a 40 mil arrobas de algodón en sus manufacturas.
Ya de por sí la reducción del comercio hispanoamericano a una flota anual de galeones, y años hubo que no partió ninguno, transportando hasta Puerto Bello los productos destinados a Nueva Granada, Venezuela, Perú, Chile y Río de la Plata, aminoró extraordinariamente la dependencia hacia España de la economía americana. América tuvo entonces que producir lo que en la península no podían enviarle. Pero a la dificultad en el transporte se unió otra causa: las ideas de los economistas españoles del siglo XVII. Pues España atravesaba desde mediados del XVI una fuerte crisis, traducida en el alto valor que alcanzaron todas las mercaderías: los medios de subsistencia se elevaron en grado sumo.
En realidad el comercio hispanoamericano en los tiempos de los galeones quedó reducido al transporte del oro y la plata de América a España, y al regreso de esos barcos llevando el mismo peso en los pocos, poquísimos, efectos ibéricos que no podían producirse en América.
Por lo tanto América tuvo que bastarse a sí misma. Y ello le significó un enorme bien: se pobló de industrias para abastecer en su casi totalidad el mercado interno. Malaspina, escritor del siglo XVII, nos dice que “el movimiento fabril de México y el Perú eran notables”. Habla de 150 “obrajes” en el Perú, que a 20 telares cada uno, daban un total de 3.000 telares. Y Cochabamba, según Tadeo Haenke, naturalista y geólogo alemán, consumía de 30 a 40 mil arrobas de algodón en sus manufacturas.
Los “obrajes” talleres de hilados y tejidos, se encontraban
organizados en su mayoría de acuerdo al tipo de trabajo artesanal: con sus
maestros, oficiales y aprendices, y requiriéndose haber pasado los dos grados
inferiores y rendido el examen de “obra maestra”, para lograr con el título de
maestro la licencia de regentear un obraje. No fue el único tipo de producción
colonial. Algunos encomenderos de indios emplearon la mano de obra de éstos,
debido a la carencia de oficiales españoles. Pero las “encomiendas
industriales” constituyeron excepciones, toleradas solamente mientras se
consolidaron los “obrajes” artesanales. El virrey del Perú, don Francisco de
Toledo, reglamentó minuciosamente en 1601 el trabajo de los indígenas en las
industrias manufactureras evitando cualquier abuso de los encomenderos. Y
finalmente fue suprimido por varios decretos y ordenanzas reales. En cambio en
las reducciones y misiones, los obrajes con mano de obra indígena fueron
habituales, por cuanto constituían uno de los fundamentos mismos de la creación
de tales establecimientos, que era la educación indígena tanto en las labores
agrícolas como en las manuales. Así el producto de la industria indígena recaía
exclusivamente en beneficio de las mismas reducciones y misiones.
Los esclavos no eran empleados habitualmente en faenas industriales. En primer lugar la esclavitud no fue normalmente permitida en la América hispana hasta la guerra de Sucesión, cuando Inglaterra impuso en el tratado de Utrecht de 1713 el derecho a establecer sus “Asientos de negros” en puertos del Atlántico. Los pocos esclavos que hubo antes de esa fecha, tolerados por los funcionarios españoles; que no permitidos por las Leyes de Indias, se filtraron de las colonias inglesas del norte, y las portuguesas del sur. Estos pocos esclavos no nos permiten suponer que la esclavitud fue regularmente admitida antes de 1702, y así encontramos que el modesto “asiento de negros” portugués, que las autoridades bonaerenses toleraron en el siglo XVI, fue clausurado estrepitosamente por la superioridad española.
Los esclavos no eran empleados habitualmente en faenas industriales. En primer lugar la esclavitud no fue normalmente permitida en la América hispana hasta la guerra de Sucesión, cuando Inglaterra impuso en el tratado de Utrecht de 1713 el derecho a establecer sus “Asientos de negros” en puertos del Atlántico. Los pocos esclavos que hubo antes de esa fecha, tolerados por los funcionarios españoles; que no permitidos por las Leyes de Indias, se filtraron de las colonias inglesas del norte, y las portuguesas del sur. Estos pocos esclavos no nos permiten suponer que la esclavitud fue regularmente admitida antes de 1702, y así encontramos que el modesto “asiento de negros” portugués, que las autoridades bonaerenses toleraron en el siglo XVI, fue clausurado estrepitosamente por la superioridad española.
Los negros esclavos no eran mayormente aptos para labores industriales. Fueron empleados de preferencia en la agricultura; y en el Río de la Plata, donde no existía mayor agricultura, destinados casi exclusivamente a tareas domésticas. Algunos realizaban pequeñas confecciones caseras, y otros fueron empleados en talleres, rescatando con sus jornales el precio de su libertad. Pero la protesta de los trabajadores libres, así como la resolución que el Cabildo de Buenos Aires tomó sobre ellos nos demuestra que el caso no era muy común ni constituía la tan manida “explotación de los esclavos”, lugar repetido por algunos escritores antiespañoles.
La práctica de los gremios, no las Leyes de Indias, había exigido a los maestros zapateros y plateros, presentaran “informaciones sobre limpieza de sangre”. En el siglo XVIII estas informaciones fueron suprimidas, admitiéndose a cualquier trabajador americano, a condición de haber aprobado su examen correspondiente, para que pudiese optar al grado de maestro y abrir su taller. De esta manera los negros o indios libres pudieron dedicarse también a la industria si poseían aptitudes para ello. Además de los talleres manufactureros, hallamos al iniciarse el siglo XIX las fábricas de derivados de la ganadería: saladeros, curtiembres, jabonerías, la “fábrica de pastillas de carne” del conde Liniers en Buenos Aires, etc. La fábrica tenía características propias del pequeño capitalismo: en lugar del maestro que trabajaba junto a los oficiales y aprendices, encontramos al patrón capitalista vigilando la labor de sus obreros por medio del capataz técnico.
Esta técnica, tanto en los primitivos obrajes como en las posteriores fábricas, fue la habitual en sus respectivos tipos de producción. La maestría del artesano tuvo que suplir la falta de herramientas adecuadas, pero los productos podían en buena ley competir con sus similares europeos, y en algunas industrias, platería, tejidos, llegaron a superar, por el arte de su confección, a las propias mercaderías extracontinentales.
No tenía España barcos suficientes para vigilar las costas del Atlántico sur, ni podían los modestos gobernadores de Buenos Aires correr con sus botes a los poderosos navíos extranjeros que anclados en las Conchas, la Ensenada o en el mismo puerto, ejercían impunemente el contrabando. Y este contrabando, imposible de perseguir, acabó siendo tolerado: el viajero francés Azcárate de Biscay vio en 1658 en el puerto de Buenos Aires a 22 buques holandeses cargando cueros. Desde 1680 la Colonia constituyó un verdadero nido de contrabandistas.
Finalmente las autoridades miraron para otro lado y fue el
contrabando tan tolerado, que la Aduana no fue creada en Buenos Aires sino en
Córdoba -la llamada Aduana seca de 1622- para impedir que los productos
introducidos por ingleses y holandeses en Buenos Aires compitieran con los
industrializados en el norte.
Hubo así dos zonas aduaneras en la América hispana: la monopolizada y la franca. Aquélla con prohibición de comerciar, y ésta con libertad -no por virtual menos real- de cambiar sus productos con los extranjeros.
Y aquella zona, la monopolizada, fue rica y llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad.
Y eso que Buenos Aires tenía una fortuna natural en sus ganados cimarrones que llenaban la pampa.
Los contrabandistas se llevaban los cueros de estos cimarrones dejando en cambio sus alcoholes y sus abalorios (fue entonces cuando los holandeses introdujeron la ginebra).
El dinero, a no ser el oro y la plata filtrados por Córdoba, entraba muy poco en estas transacciones. Los cueros se cotizaban en reales, pero se pagaban en especie: de más está decir que los reales pagados por cada cuero eran harto insuficientes, mientras que los abonados por cada litro de ginebra o cada metro de paño inglés, sumamente considerables.
Inglaterra y otras potencias europeas realizaron un intenso contrabando en el Río de la Plata, que acabó perjudicando el desarrollo de su industria.
Buenos Aires, entregando los cueros de su riqueza pecuaria por productos extranjeros, no tuvo industrias dignas de consideración. Era tan poco rica, que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España. Antonio de León Pinelo, escribiendo en 1629, se quejaba de la enorme miseria de la zona bonaerense: Buenos Aires era para él, la ciudad “tan remota como pobre”.
Hubo así dos zonas aduaneras en la América hispana: la monopolizada y la franca. Aquélla con prohibición de comerciar, y ésta con libertad -no por virtual menos real- de cambiar sus productos con los extranjeros.
Y aquella zona, la monopolizada, fue rica y llegó a gozar de un alto bienestar. En cambio la región del Río de la Plata vivió casi en la indigencia. Aquí, donde hubo libertad comercial, hubo pobreza; allí, donde se la restringió, prosperidad.
Y eso que Buenos Aires tenía una fortuna natural en sus ganados cimarrones que llenaban la pampa.
Los contrabandistas se llevaban los cueros de estos cimarrones dejando en cambio sus alcoholes y sus abalorios (fue entonces cuando los holandeses introdujeron la ginebra).
El dinero, a no ser el oro y la plata filtrados por Córdoba, entraba muy poco en estas transacciones. Los cueros se cotizaban en reales, pero se pagaban en especie: de más está decir que los reales pagados por cada cuero eran harto insuficientes, mientras que los abonados por cada litro de ginebra o cada metro de paño inglés, sumamente considerables.
Inglaterra y otras potencias europeas realizaron un intenso contrabando en el Río de la Plata, que acabó perjudicando el desarrollo de su industria.
Buenos Aires, entregando los cueros de su riqueza pecuaria por productos extranjeros, no tuvo industrias dignas de consideración. Era tan poco rica, que el Cabildo empeñaba sus mazas de plata para mandar un enviado a España. Antonio de León Pinelo, escribiendo en 1629, se quejaba de la enorme miseria de la zona bonaerense: Buenos Aires era para él, la ciudad “tan remota como pobre”.
Pero no solamente no hubo industrias a causa de la fácil
introducción de los productos europeos, sino que los contrabandistas acabaron
por extinguir el ganado cimarrón, la gran riqueza pampeana. Los permisos de
vaquerías otorgados en un principio libérrimamente por el Cabildo a todo vecino
accionero que trocaba, cueros por mercaderías contrabandeadas, acabaron por ser
mezquinados. En 1661 se informa que la hacienda se ha retirado a 50 leguas de
la ciudad. En 1700 se cierran nuevamente las vaquerías, esta vez por 4 años; en
1709 nuevo cierre durante un año; en 1715, otro cierre de 4 años.
El contrabando había terminado con la única riqueza bonaerense. La formidable mina de cuero de la pampa hallábase agotada, pues desde esa última fecha -1715- ya no se otorgaron más permisos para vaquear; no es que se hayan cerrado las vaquerías, es que nadie tuvo empeño en internarse hasta las Salinas tras un rodeo cada vez más ilusorio.
Y en 1725, cuando se instala en Buenos Aires el “Asiento inglés de negros” a raíz del tratado de Utrecht, con la facultad de cambiar negros exportados de Angola por los cueros famosos de la pampa, encontrárnosle los negreros sin la riqueza que esperaban: los contrabandistas ya se la habían llevado.
El tratado de Utrecht de 1713, que puso fin a la guerra de sucesión de España, significó prácticamente la repartija de ésta entre Francia, Inglaterra y Austria. Si Francia conseguía colocar un príncipe francés en el trono de Carlos II, Austria se quedaba con Italia y el Flandes Español, e Inglaterra con Gibraltar, Menorca y muy buenos privilegios comerciales: entre estos, la facultad de importar negros a la América española, mercándolos por productos autóctonos. Fue a raíz de ellos que se establecieron los “asientos de negros” en los puertos hispanoamericanos del Atlántico, por donde, juntamente con el comercio lícito de africanos, se deslizó el ilícito de efectos ingleses.
El contrabando había terminado con la única riqueza bonaerense. La formidable mina de cuero de la pampa hallábase agotada, pues desde esa última fecha -1715- ya no se otorgaron más permisos para vaquear; no es que se hayan cerrado las vaquerías, es que nadie tuvo empeño en internarse hasta las Salinas tras un rodeo cada vez más ilusorio.
Y en 1725, cuando se instala en Buenos Aires el “Asiento inglés de negros” a raíz del tratado de Utrecht, con la facultad de cambiar negros exportados de Angola por los cueros famosos de la pampa, encontrárnosle los negreros sin la riqueza que esperaban: los contrabandistas ya se la habían llevado.
El tratado de Utrecht de 1713, que puso fin a la guerra de sucesión de España, significó prácticamente la repartija de ésta entre Francia, Inglaterra y Austria. Si Francia conseguía colocar un príncipe francés en el trono de Carlos II, Austria se quedaba con Italia y el Flandes Español, e Inglaterra con Gibraltar, Menorca y muy buenos privilegios comerciales: entre estos, la facultad de importar negros a la América española, mercándolos por productos autóctonos. Fue a raíz de ellos que se establecieron los “asientos de negros” en los puertos hispanoamericanos del Atlántico, por donde, juntamente con el comercio lícito de africanos, se deslizó el ilícito de efectos ingleses.
Pero la industria anglosajona a principios y mediados del siglo XVIII, carecía de las condiciones necesarias para apoderarse del mercado americano. Si bien la fabricación vernácula era aún primitiva, y su técnica no pasaba de ser rudimentaria. La industria vitivinícola es próspera en San Juan, Mendoza, La Rioja y Catamarca.
En tejidos Cochabamba era el centro fabril de todo el Alto Perú; los algodonales de Tucumán facilitaban la materia prima, que era elaborada en la ciudad del altiplano, proveyendo a los mineros de Potosí y a casi toda la población del norte. Centros importantes de esta industria fueron también Corrientes, donde el informe de su representante en el consulado nos dice que en 1801 “hubo individuo que acopió y remitió a Buenos Aires más de 1.500 ponchos y frazadas. Catamarca, donde “no hay casa ni rancho en todo su distrito que no tenga uno o dos telares con su torno para hilar, y otro para desmotar el algodón. Tucumán elabora tejidos con sus propios algodones, y también Córdoba, Salta y Santiago del Estero encontraron su principal riqueza en la industria de los telares domésticos .
Paraguay y Corrientes eran famosos por sus astilleros, donde se construían hasta navíos de ultramar.
Las grandes carretas de Mendoza y aquellas un poco menores de Tucumán proveían los medios de transporte más usuales para el tráfico interno. También las mulas, criadas en Santa Fe y Entre Ríos, eran empleadas principalmente para la conducción de los barriles de vino. Corrientes fue famosa por sus talleres de arreos y talabarterías. Buenos Aires por sus platerías y después del tratado de Utrecht, abolido el monopolio y en su consecuencia reducido el contrabando, destacó por sus artesanos del cuero, especialmente zapateros, lomilleros y talabarteros.
Tucumán producía en abundancia algodones y arroz; La Rioja, Catamarca y Salta aceites de oliva de tan buena calidad y tan importante cantidad, que amenazaban la clásica riqueza española de olivares. Cereales y productos de huerta, se daban en las “quintas” de todas las ciudades, especialmente Buenos Aires. Esta última conservaba su preeminencia ganadera, pese a la extinción de los cimarrones.
El virreinato se abastecía a sí mismo, no obstante las trabas que se opusieron a su desenvolvimiento industrial. No tuvo la industria incipiente las características que alcanzó en México o en el Perú; claro es que los modestos talleres coloniales se manejaron con una técnica primitiva en donde la habilidad del artífice tenía que suplir los defectos de las herramientas y utensilios.
Una correcta política económica hubiera desarrollado convenientemente estas industrias, y así como ellas proveyeron a las modestas necesidades del XVIII, lo hubieran podido hacer con las más complejas del XX. Las industrias criollas habrían crecido paralelamente con el crecimiento de la Argentina, si la mayoría de los gobernantes no hubieran hecho precisamente lo contrario de lo que debieron hacer. Y esa industria Argentina del XIX , ya en manos de argentinos, y dando trabajo a obreros no solamente no tuvo protección alguna fiscal, sino que fue perseguida como expresión de un pasado colonial indeseable, y muestra de una política económica reñida con el liberalismo del siglo XIX.
Es cierto que América se integraban a igualdad con los reinos de España el poderoso imperio hispano; que unas se manejaban por el Consejo de Indias y los otros por el de Castilla o Real; que en unos regía la legislación indiana y en los otros la peninsular. Pero esto ocurrió durante la dinastía de los Austria, hasta el tratado de Utrecht (1713) que puso fin a la guerra de sucesión y señaló el advenimiento de la dinastía Borbón. Hasta 1713, pues, “puede hablarse con propiedad de “período hispánico”.
Pero después de Utrecht la concepción francesa sustituyó a la española. Los reinos de Indias se transforman en colonias de América (“América” era la designación inglesa, francesa y portuguesa para el continente que los españoles habían llamado “Indias Occidentales”). La centralización borbónica anuló al Consejo de Indias -cuyas funciones esenciales pasaron al cortesano -Secretario del Despacho Universal-, e hizo letra muerta de la legislación indiana. El tratamiento que se dio a “América” fue semejante al que tenían las “colonias” francesas de Canadá y Luisiana. Fueron dependencias de la metrópoli, y no reinos autónomos. Hasta la voz “criollo” (corrupción del creole francés) con el significado peyorativo que tenía en Francia, fue introducida en el lenguaje corriente.
En Utrecht puede encontrarse la raíz del movimiento de independencia que se exteriorizó (a lo menos en 1810) como un choque entre el viejo autonomismo indiano contra el reciente centralismo borbónico.
La autarquía absoluta es imposible. Independencia no es autarquía. Una nación puede vivir del comercio internacional importando alimentos, y materias primas, y exportando mercaderías elaboradas, y sin embargo, tener la más absoluta independencia económica. Que es el caso de Inglaterra. Para ello precisa poseer capitales, marina mercante, ferrocarriles, seguros, etc., que la hagan dueña virtual de su intercambio. Pero tampoco autarquía significa necesariamente independencia. Puede una nación producir lo imprescindible dentro de sus fronteras sin ser dueña de su economía.
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