Ojeda ordenó a Pizarro resistir durante 50 días en el fuerte con los escasos soldados de los que disponía. No lo dudó y se aprestó a defender el lugar durante 50 días que le habían dado. Claro que nadie fue a ayudarles. Se las ventilaron malamente, y pasado el tiempo necesario, se habían comido hasta sus caballos, fueron muriendo, cosa que Pizarro había calculado porque en lo bergantines no cabían todos, con lo cual destruyeron el fortín y se amontonaron en los dos bergantines y se fueron a San Sebastián de Urabá en Nueva Andalucía, que después sería Cartagena de Indias. Pronto llegó a convertirse en alcalde de Panamá, un territorio que se convirtió en la punta de lanza para la conquista española de Perú. Decidió asociarse con otros dos buscadores de aventuras y poner rumbo hacia Perú. Las promesas de riqueza cautivaron así al conquistador español, que organizó en 1524 una primera expedición formada por dos desvencijados barcos, 110 hombres, 4 caballos, incluso un perro de guerra. No obstante, y a pesar del dinero invertido, esta primera aventura no tuvo demasiado éxito. A pesar de todo, no se dio por vencido, y tan sólo dos años después planeó un nuevo viaje en el que, partió de nuevo en busca de Perú, pero las dificultades llegaron en la jungla, donde los soldados, hambrientos, sedientos y carcomidos por las enfermedades, tuvieron que hacer frente a los indígenas. Muchos hombres, casados de luchar, de promesas y dificultades estaban muy desalentados. Pizarro intenta convencer a sus hombres para que sigan adelante, sin embargo, la mayoría de sus huestes quieren desertar y regresar. Allí se produce la acción extrema de Pizarro de trazar una raya en el suelo de la isla obligando a decidir a sus hombres entre seguir o no en la expedición descubridora. Tan solo cruzaron la línea trece hombres: los "Trece de la Fama", o los "Trece caballeros de la isla del Gallo".
El de Trujillo no se dejó ganar por la pasión y, desenvainando su espada, avanzó con ella desnuda hasta sus hombres. Se detuvo frente a ellos, los miró a todos y evitándose una arenga larga se limitó a decir, al tiempo que, según posteriores testimonios, trazaba con el arma una raya sobre la arena: “Por este lado se va a Panamá, a ser pobres, por este otro al Perú, a ser ricos; escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”. Un silencio de muerte rubricó las palabras del héroe, pero pasados los primeros instantes de la duda, se sintió crujir la arena húmeda bajo los borceguíes y las alpargatas de los valientes, que en número de trece, pasaron la raya. Pizarro, cuando los vio cruzar la línea, no poco se alegró, dando gracias a Dios por ello. Sus nombres han quedado en la Historia de la Conquista que los conoce bajo el nombre de los “Trece de la Fama” Tuvieron suerte y consiguieron el objetivo. Solicitaron un año más de permiso para la conquista peruana. Concedida la licencia navegaron hasta Guayaquil y desembarcaron en la bahía de Tumbes, la primera ciudad de los Incas, donde fueron bien recibidos y agasajados. Quedaron los españoles maravillados. Pasado ya sobrado el tiempo permitido, regresaron a Panamá. Las riquezas que Pizarro y Almagro habían visto los animaron a buscar ayuda para volver. Pero no se les permitió y se les envió a España. Cuando llegaron a Sevilla Pizarro fue encarcelado por deudas. Enterado Carlos I de sus hazañas lo puso en libertad y le concedió hidalguía y nombró gobernador de las tierras a conquistar. La reina firmó las capitulaciones de Nueva Castilla que fue como se llamó al Perú. Apenas dos años más tarde llevaba más de 180 hombres y una buena treintena de caballos a los combates contra los indios, porque el objetivo ya no era explorar Perú, sino más bien conquistarlo militarmente. El 15 de noviembre de 1532 Pizarro entró con sus tropas en la ciudad de Cuzco, que se encontraba prácticamente desierta. Buscaba un encuentro decisivo con el soberano inca Atahualpa, quien preparaba su entrada triunfal en Cuzco tras haber resultado vencedor de la cruenta guerra de sucesión que le había enfrentado a su hermano Huáscar. De hecho, planearon invadir a la civilización Inca. Le llegaron informes de que Atahualpa se había puesto al mando de un contingente formado por miles de incas en el norte.
El 15 de noviembre de 1532, vio por fin la entrada de Cajamarca, una bella ciudad pétrea a 2.700 metros de altura. Los españoles se quedaron mudos por el gran espanto que sintieron al ver la extensión del campamento enemigo. En él habría unas 40 o 50.000 personas, más de la mitad guerreros, según fuentes.
Curiosamente, pronto llegó al encuentro de Pizarro un emisario inca para informar a los españoles de que su jefe, Atahualpa, se encontraba acuartelado junto a sus hombres en un complejo cercano. No había más que hablar: Pizarro encomendó a su hermano dirigirse al lugar y entrevistarse con el líder suramericano. Pizarro pensó que Atahualpa podía atacar esa noche, así que tomó la iniciativa. Invitaría al Inca a cenar con él, y en ese momento lo apresaría. Tras seleccionar a una pequeñísima escolta, Hernando se presentó ante Atahualpa.
Altivo, el líder Inca no se dirigió en ningún momento de forma directa al representante español. Atahualpa tenía su propia estrategia él iría ante los españoles aparentemente sin mala intención, pero muy decidido a tomarles por sorpresa, a matarlos junto a sus monturas, y a reducir a la esclavitud a quienes se salvaran. Pizarro estableció que el rapto de Atahualpa se llevaría a cabo en el centro de la plaza. Todos se encomendaron a Dios, pues sabían que su única forma de sobrevivir en aquella ciudad era capturar al inca, de lo contrario, serían aplastados por el inmenso ejército enemigo. Atahualpa llegó al campamento casi al anochecer, se destacaban en sus filas miles y miles de combatientes ansiosos de acabar con los españoles conquistadores. Todavía en aparente paz, el sacerdote de la compañía fue el primero en dirigirse, con su traductor, a Atahualpa. Como estaba planeado, el religioso se acercó al rey inca para pedirle que se convirtiera al cristianismo y aceptara la palabra de Dios. Le entregó una Biblia al poderoso líder, base de la cristiandad. Atahualpa, no consiguió ni tan siquiera abrirlo. De hecho, al poco de tratar de averiguar cómo funcionaba aquel extraño artilugio, lo lanzó contra el suelo con odio para después acusar a los españoles de haber robado y saqueado sus ciudades. Pizarro, armado con su espada, se abalanzó entonces sobre Atahualpa. En ese momento, los casi cincuenta jinetes españoles se lanzaron sobre los soldados. Casi en trance, la escasa tropa atravesó y despedazó con sus espadas a la guardia personal del inca, que, finalmente, fue capturado. Media hora después la plaza era un caos. La mayoría de las tropas enemigas habían huido de la ciudad con pavor. Por otro lado, casi tres mil cuerpos, una inmensa parte de los soldados de Atahualpa, salpicaban el suelo. Había sido una masacre, y había sido perpetrada por tan sólo dos centenares de españoles que habían puesto en fuga a un ejército de unos 40.000 hombres.
El año 1541 se inició con siniestras murmuraciones y una evidente crispación generada por los partidarios de Almagro que vivían en Lima en la mayor pobreza. Se decía que ellos habían proclamado al hijo mestizo de Diego de Almagro, quien tenía el mismo nombre que su padre y el apelativo El Mozo, como su jefe, y que compraban armas, haciendo los mayores sacrificios, con el propósito de dar muerte a Francisco Pizarro. Pizarro desdeñó los rumores de la conspiración y lo único que hizo fue procurar quedarse la mayor parte del tiempo en su casa. Llegó finalmente el domingo 26 de junio de 1541 cuando un grupo de almagristas, aproximadamente veinte o treinta, asaltó la morada de Pizarro a los gritos de “¡Viva el Rey! ¡Mueran tiranos!”. Pizarro se hallaba conversando con un nutrido grupo de personas, quienes al escuchar los gritos homicidas escaparon en la mejor forma que pudieron.
Pizarro se había puesto apresuradamente una cota y, según el cronista Pedro Cieza de León, al tomar su espada dijo: “Vení, acá, vos, mi buena espada, compañera de mis trabajos”. Y salió con ella a batirse con denuedo indesmayable. Pizarro se defendió con brío juvenil mientras apostrofaba de traidores y felones a los almagristas. Viendo que la lucha se prolongaba, los asesinos empujaron a Diego de Narváez que fue atravesado por la espada de Pizarro. Aprovechando ese instante Martín de Bilbao le dio una estocada en la garganta. Luego se echaron todos sobre él y le dieron estocadas y puñaladas hasta que cayó al suelo, clamando: “¡Confesión!”. Entonces Juan Rodríguez Barragán, antiguo criado suyo y hombre de viles pasiones, tomó una alcarraza llena de agua y se la quebrantó en la cabeza diciéndole: “¡Al infierno! ¡Al infierno os iréis a confesar!”.
Finalmente el golpe mortal, no ya de un indio, ni una enfermedad, sino una estocada de una espada española, hizo que cayera muerto en Lima, la ciudad que había fundado años antes Y así rindió la vida el gran capitán, heroicamente como había vivido, “sin desmayo alguno en el corazón, y nombrando a Cristo como buen español”.
Sus huesos, que descansan en la Catedral de Lima fueron estudiados por el antropólogo forense E. Greenwich en 2007, quien llegó a la conclusión de que Pizarro murió con al menos 20 heridas de espada. Greenwich afirma que por las evidencias “Pizarro se defendió bravamente” por lo que, recibió una estocada que indica que le vaciaron el ojo izquierdo y otro corte recto en el pómulo derecho. También le cercenaron de tajo parte del hueso de un codo. También existen varios cortes en el tórax, y otras zonas.
Lo que asesinaron fue a un valiente, un hombre que nunca morirá en el recuerdo de todos aquellos que estamos en deuda por la grandeza de sus proezas.