El rey Carlos III le encargó a Esquilache, un ministro
italiano, un ilustrado, la reforma de Madrid. Esquilache, para obtener dinero
reformó la hacienda y persiguió el fraude de las clases altas. Éstos y la
jerarquía eclesiástica, postergados del gobierno con Carlos III, iniciaron una
campaña de desprestigio contra el marqués. Para colmo al liberar los precios de
los cereales provocó una especulación y alza de precios en los alimentos.
Carlos III y su ministro decidieron en mala hora prohibir las capas largas y
los sombreros de ala ancha o chambergos porque favorecían la delincuencia. Fue
el detonante, la excusa. Una manipulación que no desaprovecharon las clases
perjudicadas y con personal preparado para las revueltas consiguieron que se
suscitara un Motín, el 23 de marzo de 1766 se produjo el Motín de Esquilache en
Madrid que dio como resultado el exilio del ministro, y otras medidas de
carácter económico.
Fue un motín de subsistencia típico del Antiguo Régimen. Estas revueltas, solían producirse cuando el alza de los precios alcanzaba cotas intolerables, fruto de los malos años o de la especulación. Coincidían con el momento en que aún no habían sido recogidas las cosechas y las reservas empezaban a agotarse.
Fue un motín de subsistencia típico del Antiguo Régimen. Estas revueltas, solían producirse cuando el alza de los precios alcanzaba cotas intolerables, fruto de los malos años o de la especulación. Coincidían con el momento en que aún no habían sido recogidas las cosechas y las reservas empezaban a agotarse.
No eran revueltas antisistema, es decir no se ponía en duda
la monarquía, solo a sus ministros, quienes encarnaban el mal gobierno, en
forma de venalidad, estupidez o estulticia, (lo que queda meridianamente
declarado en el grito de los amotinados ¡Viva el rey, muera Esquilache!)
Este motín en concreto estuvo además orquestado en la sombra por poderosos enemigos políticos del ministro extranjero, es decir el clero español y la burguesía.
El domingo de Ramos de 1766, a eso de las cuatro de la tarde, dos embozados se paseaban ostentosamente con capa larga y chambergo en la plazuela de Antón Martín. Varios soldados que montaban guardia no tardaron en preguntarles por qué iban así vestidos. Quedó claro que iban así porque "les daba la gana". Se oyeron insultos y los guardias trataron de detenerles, momento en que uno de los embozados desenvainó una espada, silbando al mismo tiempo. Al instante, apareció una banda armada y los militares se vieron obligados a huir. Había estallado el motín. Los amotinados, decididos a todo, no tuvieron inconvenientes al apoderarse del cuartelillo de Inválidos de la Plaza, apoderándose de sables y fusiles. A continuación, unas dos mil personas remontaron la calle Atocha hacia la Plaza Mayor, insultando al odiado Esquilache. El duque de Medinaceli tuvo la mala suerte de toparse con la multitud, que lo rodeó en el acto, exigiéndole que hiciese llegar al rey una serie de peticiones.
Este motín en concreto estuvo además orquestado en la sombra por poderosos enemigos políticos del ministro extranjero, es decir el clero español y la burguesía.
El domingo de Ramos de 1766, a eso de las cuatro de la tarde, dos embozados se paseaban ostentosamente con capa larga y chambergo en la plazuela de Antón Martín. Varios soldados que montaban guardia no tardaron en preguntarles por qué iban así vestidos. Quedó claro que iban así porque "les daba la gana". Se oyeron insultos y los guardias trataron de detenerles, momento en que uno de los embozados desenvainó una espada, silbando al mismo tiempo. Al instante, apareció una banda armada y los militares se vieron obligados a huir. Había estallado el motín. Los amotinados, decididos a todo, no tuvieron inconvenientes al apoderarse del cuartelillo de Inválidos de la Plaza, apoderándose de sables y fusiles. A continuación, unas dos mil personas remontaron la calle Atocha hacia la Plaza Mayor, insultando al odiado Esquilache. El duque de Medinaceli tuvo la mala suerte de toparse con la multitud, que lo rodeó en el acto, exigiéndole que hiciese llegar al rey una serie de peticiones.
Finalmente, el duque llegó hasta Carlos III, que justamente
se encontraba en compañía de Esquilache. El rey estaba tranquilo. Ignoraba, sin
duda, que los amotinados estaban destruyendo sin piedad los 5.000 faroles que
el ministro de Hacienda había colocado por toda la ciudad.
Los amotinados se dirigieron primero a la mansión de Esquilache (la famosa Casa de las Siete Chimeneas), acuchillaron a un servidor del marqués que intentó impedirles el paso. Echaron algunos muebles por la ventana y saquearon la considerable despensa. Luego con una xenofobia manifiesta se dirigieron a la casa de Grimaldi. Se limitaron a apedrearla, para seguir viaje hacia la mansión de Sabatini. Esa noche, a manera de colofón, un retrato del marqués de Esquilache fue quemado en la plaza Mayor. Curiosamente, en Palacio se pensaba que al día siguiente los furores se habrían aplacado como por arte de magia.
Pero el Lunes Santo, día 24, la situación se agravó. La tropa se vio desbordada por la multitud que, enardecida por la noticia de que Esquilache se encontraba en Palacio, junto al rey, y emprendió una decidida marcha para presentar a Carlos III sus reclamaciones. Los amotinados llegaron pronto al Arco de la Armería de Palacio, que estaba defendido por tropas españolas y valonas. Los valones hicieron fuego y una mujer resultó muerta. Un impresionante gentío se concentró, coreando insultos contra los valones y contra Esquilache.
Finalmente, un sacerdote se destacó en calidad de representante popular y consiguió llegar hasta Carlos III con las peticiones del pueblo. El tono era imperativo. Si el rey no los escuchaba, "treinta mil hombres harán astillas en dos horas el nuevo palacio". Es difícil imaginar el estado de perplejidad que todo esto produjo en Carlos III.
Humillados por la victoria popular, los hombres de armas del rey se inclinaron por la negativa. Otros en cambio se pronunciaron de que era mejor aceptar las exigencias: de lo contrario, se produciría un baño de sangre de incalculables consecuencias.
Oída la opinión de los miembros del Consejo de Guerra, Carlos III dio una buena prueba de sensatez. Salió al balcón. Por intermedio de un representante, el pueblo expuso nuevamente sus exigencias, en primer lugar, la de que bajase el precio del pan, la de que Esquilache fuera expulsado de España lo mismo que la guardia valona.
Los amotinados se dirigieron primero a la mansión de Esquilache (la famosa Casa de las Siete Chimeneas), acuchillaron a un servidor del marqués que intentó impedirles el paso. Echaron algunos muebles por la ventana y saquearon la considerable despensa. Luego con una xenofobia manifiesta se dirigieron a la casa de Grimaldi. Se limitaron a apedrearla, para seguir viaje hacia la mansión de Sabatini. Esa noche, a manera de colofón, un retrato del marqués de Esquilache fue quemado en la plaza Mayor. Curiosamente, en Palacio se pensaba que al día siguiente los furores se habrían aplacado como por arte de magia.
Pero el Lunes Santo, día 24, la situación se agravó. La tropa se vio desbordada por la multitud que, enardecida por la noticia de que Esquilache se encontraba en Palacio, junto al rey, y emprendió una decidida marcha para presentar a Carlos III sus reclamaciones. Los amotinados llegaron pronto al Arco de la Armería de Palacio, que estaba defendido por tropas españolas y valonas. Los valones hicieron fuego y una mujer resultó muerta. Un impresionante gentío se concentró, coreando insultos contra los valones y contra Esquilache.
Finalmente, un sacerdote se destacó en calidad de representante popular y consiguió llegar hasta Carlos III con las peticiones del pueblo. El tono era imperativo. Si el rey no los escuchaba, "treinta mil hombres harán astillas en dos horas el nuevo palacio". Es difícil imaginar el estado de perplejidad que todo esto produjo en Carlos III.
Humillados por la victoria popular, los hombres de armas del rey se inclinaron por la negativa. Otros en cambio se pronunciaron de que era mejor aceptar las exigencias: de lo contrario, se produciría un baño de sangre de incalculables consecuencias.
Oída la opinión de los miembros del Consejo de Guerra, Carlos III dio una buena prueba de sensatez. Salió al balcón. Por intermedio de un representante, el pueblo expuso nuevamente sus exigencias, en primer lugar, la de que bajase el precio del pan, la de que Esquilache fuera expulsado de España lo mismo que la guardia valona.
Carlos III prometió y hecho lo cual se retiró. Pero fue
nuevamente llamado al poco tiempo, para que ratificase su promesa.
Carlos III cometió un error. Atemorizado y desconfiando de la multitud consideró que no estaba seguro en Madrid. Partió hacia Aranjuez con toda su familia
Al día siguiente una Junta Militar tomaba diversas medidas para mantener el orden. Pero el pueblo se enteró de que el monarca había partido secretamente a Aranjuez. Inmediatamente, pensaron que Carlos III sólo había cedido momentáneamente y ahora se disponía a armar un poderoso ejército para regresar a Madrid. Bien pronto, unas 30.000 personas hombres, mujeres y niños rodearon la casa del obispo de Cartagena. El obispo recibió el encargo de transmitir al rey el estado de ánimo del pueblo madrileño. Pero el obispo no llegó a salir de Madrid. El obispo se vio obligado a redactar un memorial de agravios, para el rey; un emisario partió hacia Aranjuez con el documento y el obispo quedó retenido. Ante la impotencia de los soldados, el pueblo saqueaba almacenes de comestibles y cuarteles, abriendo de paso las puertas de las cárceles. En Aranjuez, el rey recibía el memorial. No lo dudó demasiado: despachó al mismo emisario con una carta para el pueblo de Madrid. Prometía y juraba que “cumplirá cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otra parte donde le hubieran llegado sus clamores y súplicas; pero en correspondencia de la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los beneficios y gracias con que se le ha distinguido y el grande que acabe de dispensarle, espera su majestad la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título o pretexto alguno de quejas, gracias, ni aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones. Y mientras tanto no den pruebas de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen ahora, de que Su Majestad se les presente".
Al llegar el emisario a Madrid, se dio lectura a la carta del rey. Y bastó esta carta para devolver la calma a la ciudad. Ordenadamente, las armas fueron devueltas a los cuarteles, entre vivas al rey. Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache tuvo que partir irremediablemente. Consta que al rey le costó desprenderse de su ministro. "Se ha sacrificado por mí", Esquilache escribiría sobre Madrid, "Soy el único ministro que ha pensado en su bien: he limpiado la ciudad, la he pavimentado, he hecho paseos, he mantenido la abundancia durante años de carestía. Merecía una estatua y me han tratado indignamente." El desilusionado marqués fue recompensado con la embajada de Venecia.
Carlos III cometió un error. Atemorizado y desconfiando de la multitud consideró que no estaba seguro en Madrid. Partió hacia Aranjuez con toda su familia
Al día siguiente una Junta Militar tomaba diversas medidas para mantener el orden. Pero el pueblo se enteró de que el monarca había partido secretamente a Aranjuez. Inmediatamente, pensaron que Carlos III sólo había cedido momentáneamente y ahora se disponía a armar un poderoso ejército para regresar a Madrid. Bien pronto, unas 30.000 personas hombres, mujeres y niños rodearon la casa del obispo de Cartagena. El obispo recibió el encargo de transmitir al rey el estado de ánimo del pueblo madrileño. Pero el obispo no llegó a salir de Madrid. El obispo se vio obligado a redactar un memorial de agravios, para el rey; un emisario partió hacia Aranjuez con el documento y el obispo quedó retenido. Ante la impotencia de los soldados, el pueblo saqueaba almacenes de comestibles y cuarteles, abriendo de paso las puertas de las cárceles. En Aranjuez, el rey recibía el memorial. No lo dudó demasiado: despachó al mismo emisario con una carta para el pueblo de Madrid. Prometía y juraba que “cumplirá cuanto ofreció ayer por su piedad y amor al pueblo de Madrid, y lo mismo hubiera acordado desde este Sitio y cualquiera otra parte donde le hubieran llegado sus clamores y súplicas; pero en correspondencia de la fidelidad y gratitud que a su soberana dignación debe el mismo pueblo, por los beneficios y gracias con que se le ha distinguido y el grande que acabe de dispensarle, espera su majestad la debida tranquilidad, quietud y sosiego, sin que por título o pretexto alguno de quejas, gracias, ni aclamaciones, se junten en turbas ni fomenten uniones. Y mientras tanto no den pruebas de dicha tranquilidad, no cabe el recurso que hacen ahora, de que Su Majestad se les presente".
Al llegar el emisario a Madrid, se dio lectura a la carta del rey. Y bastó esta carta para devolver la calma a la ciudad. Ordenadamente, las armas fueron devueltas a los cuarteles, entre vivas al rey. Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache tuvo que partir irremediablemente. Consta que al rey le costó desprenderse de su ministro. "Se ha sacrificado por mí", Esquilache escribiría sobre Madrid, "Soy el único ministro que ha pensado en su bien: he limpiado la ciudad, la he pavimentado, he hecho paseos, he mantenido la abundancia durante años de carestía. Merecía una estatua y me han tratado indignamente." El desilusionado marqués fue recompensado con la embajada de Venecia.
El sucesor de
Esquilache, el conde de Aranda, apoyado por el conde de Campomanes, abrieron
una pesquisa secreta a fin de probar la intervención de los jesuitas en el
motín. Ya Portugal y Francia habían decretado la expulsión de la Orden y eran
una idea de los ilustrados europeos. Incluso dentro de la propia Iglesia.
Fueran o no los culpables, firmó el rey la ley de expulsión y la confiscación
de todos sus bienes. Echados de España y de América fueron embarcados hacia
Roma, y años después estos gobiernos consiguieron del papa la disolución de la
Orden.
Esta fue una traición del rey hacia la orden, ya que los jesuitas eran, siempre lo han sido, unos misioneros fundamentales allí donde fueron. En la película "La Misión" se describe como trabajaban los monjes, enseñando a los indígenas a construir, a trabajar en la agricultura y ganadería, a organizarse repartiendo las tierras y las ganancias, les enseñaban a leer y escribir, además de evangelizarlos. Los jesuitas tenían y tienen el voto de obediencia, pobreza y castidad. Formaron prácticamente cooperativas.
Los gobiernos ilustrados de la Europa del siglo XVIII se propusieron acabar con la Compañía de Jesús por su defensa incondicional del papado, su actividad intelectual, su poder financiero y su influjo político. Los poderosos eran sus enemigos, partidarios del absolutismo, los filósofos franceses (Voltaire, Montesquieu, Diderot). El prestigio político del papado y la voluntad política de los Borbones y de la corona Portuguesa era la de robustecerse en detrimento de la Iglesia.
Esta fue una traición del rey hacia la orden, ya que los jesuitas eran, siempre lo han sido, unos misioneros fundamentales allí donde fueron. En la película "La Misión" se describe como trabajaban los monjes, enseñando a los indígenas a construir, a trabajar en la agricultura y ganadería, a organizarse repartiendo las tierras y las ganancias, les enseñaban a leer y escribir, además de evangelizarlos. Los jesuitas tenían y tienen el voto de obediencia, pobreza y castidad. Formaron prácticamente cooperativas.
Los gobiernos ilustrados de la Europa del siglo XVIII se propusieron acabar con la Compañía de Jesús por su defensa incondicional del papado, su actividad intelectual, su poder financiero y su influjo político. Los poderosos eran sus enemigos, partidarios del absolutismo, los filósofos franceses (Voltaire, Montesquieu, Diderot). El prestigio político del papado y la voluntad política de los Borbones y de la corona Portuguesa era la de robustecerse en detrimento de la Iglesia.
Los jesuitas tenían misiones en Perú, México, Canadá,
Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia, etc. Todo eso se perdió.
Que la prohibición de una vestimenta haya provocado tal estado de cosas, incluso muertes y abandono de todas las misiones, eso es una barbaridad, en la que Carlos III ha tenido mucha culpa y no supo actuar por miedo. Era un buen rey que se rodeó de ilustrados y gente de valía, pero él no era realmente un hombre de buenas decisiones. Por eso se perdieron las Malvinas también ante Inglaterra cuando habían sido recuperadas.
Que la prohibición de una vestimenta haya provocado tal estado de cosas, incluso muertes y abandono de todas las misiones, eso es una barbaridad, en la que Carlos III ha tenido mucha culpa y no supo actuar por miedo. Era un buen rey que se rodeó de ilustrados y gente de valía, pero él no era realmente un hombre de buenas decisiones. Por eso se perdieron las Malvinas también ante Inglaterra cuando habían sido recuperadas.